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El P. Antonio Ángel Sánchez Cabezas es natural de Córdoba y acaba de cumplir 42 años el pasado día 20. El próximo 20 volverá a estar de fiesta, porque hará 17 años de sacerdote. Ingresó carmelita descalzo a los 18 e hizo el año de noviciado en la única casa de su Orden en nuestra diócesis: Úbeda, donde murió su fundador, S. Juan de la Cruz. De allí marchó a Granada para realizar el bachillerato en Teología en la Facultad de Cartuja. Tras los cinco cursos de esos estudios, hizo la licenciatura en Espiritualidad entre el Centro Internacional Teresiano-Sanjuanista de Ávila (CITeS) y la Universidad de Comillas (Madrid). Después de esto y con dos años de sacerdocio ya, regresó destinado a la comunidad de Úbeda-Baeza en septiembre de 2001, donde entre otras cosas le tocó hacer del antiguo noviciado la actual Casa de Espiritualidad, que dirigió durante sus primeros años de andadura, hasta abril de 2005. Entonces marchó destinado a Granada como prior y formador, y allí estuvo 9 años; hasta que, ya hace casi dos, ha sido nuevamente destinado a nuestra tierra. Podría decirse que su misión principal en todo este tiempo, a pesar o en medio de las distintas encomiendas y tareas, ha sido la de divulgador de espiritualidad carmelitana a través de la predicación, el acompañamiento espiritual, cursos periódicos –especialmente de S. Teresa, S. Juan de la Cruz y S. Teresita–, tandas de ejercicios y algún artículo. De ahí que en octubre de 2009 fuese incorporado a la Comisión Internacional para la preparación del V Centenario del Nacimiento de S. Teresa, que tan intensamente vivimos en nuestra diócesis durante el curso pasado. En concreto se ocupó dentro de esa comisión de la elaboración de materiales que ayudasen a la lectura personal y comunitaria de las obras de la santa.
PRIMER DIA NOVENA
“Quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen”
(S. Teresa: Vida 22,4)
Las lecturas de la Palabra de Dios de la Misa de este viernes III de Cuaresma son un estupendo pórtico para nuestra Novena.
1) El conocido Evangelio del mandamiento principal (amar a Dios con todo el corazón y todo el ser… y al prójimo como a uno mismo) nos pone desde el principio ante la verdad central de nuestra fe: el amor, la relación afectiva y efectiva con Alguien. Lo nuestro no son los ritos, ni los valores, ni las tradiciones entrañables… Todo esto solo vale si nos ayuda a esa relación. De hecho, no nos llamamos miseros ni eclesiásticos, a pesar de lo grandes e importantes que son la Misa y la Iglesia; nos llamamos cristianos porque lo que nos identifica y nos da el ser es la unión con Cristo Jesús, el Nazareno. Todo lo anterior está en función de esto. Por supuesto, de la otra parte de este mandamiento (el amor al prójimo) vamos a hablar también bastante en esta Novena del Año de la Misericordia.
A propósito de misericordia, basta mirar la imagen de nuestro titular o recordar el Evangelio del Domingo pasado (ese viñador que nos da prórroga y nos cuida y trabaja para que demos frutos de vida) o el del próximo (¡el Padre del hijo pródigo!) para caer en la cuenta de que es Él quien nos ama primero. Solo seducidos, empapados de ese amor… podremos nosotros intentar vivir el mandamiento primero del que habla hoy el Evangelio.
2) Para eso, como ya se intuye en lo anterior, y el salmo responsorial ha explicitado de manera muy interpelante (“Yo soy el Señor Dios tuyo: escucha mi voz”) necesitamos aprender a escucharlo. Ni siquiera nuestra preciosa imagen del Nazareno hace verdadero el refrán de que una de ellas vale más que mil palabras. Durante no poco tiempo y no pocos cristianos de buena voluntad, han visto en esta imagen una especie de negación de la vida, de invitación al rigorismo, a sacrificios desconectados de la vida… Si la entrega final del Nazareno, tal y como lo contemplamos en nuestro titular, nos recuerda la Pasión del Señor por nosotros, no debemos olvidar que esa pasión, esa entrega y cercanía, su encarnación, tuvo lugar desde el primer momento de su vida, creciendo, haciendo proceso, trabajando, divirtiéndose… De hecho habrá quien lo llame comilón y borracho por ser tan natural, tan cercano. Necesitamos aprender a escuchar cómo nos enseña a orar, a amar al prójimo, a entregarnos a su causa… Sólo empapados de esta palabra sencilla y clara que es el Evangelio podremos aprovechar bien las miradas que dirigimos al Nazareno, para aprender cómo nos quiere y cómo quiere que le amemos y nos amemos.
3) La primera lectura parece ser una provocación a nuestro deseo de venerar y honrar la imagen del Nazareno y dejarnos ayudar por ella, pues dicha lectura se centra en la prohibición del Antiguo Testamento de hacer imágenes de Dios o lo divino.
No ignoramos los peligros que ello encierra. El mismo S. Juan de la Cruz, a quien debemos la devoción al Nazareno en nuestra Orden y en cierto sentido por tanto la fundación de esta Cofradía como una de las más antiguas (si no la más), escribió en su obra “Subida del Monte Carmelo” contra los que “ponen su gozo más en la pintura y ornato de las imágenes que en lo que representan” (III 35,2) y también contra aquellos a los que el culto a estas “se les queda en poco más que en ornato de muñecas, no sirviéndose algunos de las imágenes más que de uno ídolos en que tienen puesto su gozo” (ib. 4). En fin, concluye algo más adelante, “mucho habría que decir de la rudeza que muchas personas tienen acerca de las imágenes; porque llega la bobería a tanto, que algunas ponen más confianza en unas imágenes que en otras, entendiendo que las oirá Dios más por ésta que por aquélla, representando ambas una misma cosa, como dos de Cristo o dos de nuestra Señora. Y esto porque tienen más afición a la una hechura que a la otra, en lo cual va envuelta gran rudeza acerca del trato con Dios y culto y honra que se le debe, el cual sólo mira la fe y pureza de corazón del que ora. Porque el hacer Dios a veces más mercedes por medio de una imagen que de otra de aquel mismo género, no es porque haya más en una que en otra para este efecto, aunque en la hechura tenga mucha diferencia, sino porque las personas despiertan más su devoción por medio de una que de otra; que si la misma devoción tuviesen por la una que por la otra, y aun sin la una y sin la otra, las mismas mercedes recibirían de Dios” (III 36,1).
Pero una cosa es reconocer los errores y otra bien distinta no valorar su sentido. Y por eso el mismo santo escribía, que las imágenes son “tan importantes para el culto divino y tan necesarias para mover la voluntad a devoción, como la aprobación que tiene de ellas nuestra madre la Iglesia muestra, por lo cual siempre conviene nos aprovechemos de ellas para despertar nuestra tibieza” (III 35,2), “para mover la voluntad y despertar la devoción” (ib. 3). En definitiva, como hacemos con las fotografías de nuestros seres queridos: verlas nos permite hacer presente, a pesar del ajetreo del día o la distancia, lo que nos quieren, lo que los queremos, avivar los vínculos que nos unen, las ganas de reencontrarnos… Sabemos que la fotografía no es la persona que representa, pero la cuidamos con mimo, la guardamos o colocamos en un lugar privilegiado… porque nos hace muy, muy presente a quien queremos. Mucho más si se trata de una imagen de tanta calidad y antigüedad como nuestro Nazareno y de tanta veneración, que tantas oraciones de los nuestros ha recogido…
Por eso S. Teresa recomendaba allá por el siglo XVI y sigue haciéndolo hoy: “Lo que podéis hacer para ayuda de la oración, procurad traer una imagen o retrato del Señor que sea a vuestro gusto; no para traerle en el seno y nunca le mirar, sino para hablar muchas veces con Él, que Él os dará qué le decir. Como habláis con otras personas..." (Camino de Perfección 26,9).“Quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle tan esculpido en mi alma como yo quisiera” (Vida 22,4). “Tenía tan poca habilidad para con el entendimiento representar cosas, que si no era lo que veía, no me aprovechaba nada de mi imaginación, como hacen otras personas que pueden hacer representaciones adonde se recogen. Yo sólo podía pensar en Cristo como hombre. Mas es así que jamás le pude representar en mí, por más que leía su hermosura y veía imágenes, sino como quien está ciego o a oscuras, que aunque habla con una persona y ve que está con ella porque sabe cierto que está allí (digo que entiende y cree que está allí, mas no la ve), de esta manera me acaecía a mí cuando pensaba en nuestro Señor. Por esta causa era tan amiga de imágenes” (Vida 9,6).
TERCER DIA NOVENA
DIA CUARTO DE NOVENA
“Obras quiere el Señor”
(S. Teresa: Moradas V 3,11)
La lectura del Evangelio de la Misa de hoy (lunes de la IV semana de Cuaresma) nos ha narrado la curación del hijo de un funcionario real. Uno de esos milagros que tantas veces venimos a pedir con fe ante esta imagen del Señor o desde lo más profundo de nuestro corazón en cualquier rincón de nuestra jornada o nuestras soledades. Oraciones por tantos seres queridos y hasta desconocidos, pero muy necesitados. Milagros que rogamos al Señor desde el dolor y la esperanza… En ocasiones, como en este relato evangélico, se nos concede esa gracia extraordinaria. Pero lo ordinario es que la enfermedad, tantas veces, sigue su curso implacable, y la vida, con no triste frecuencia, se trunca prematuramente, ¡incluso en tantos niños! Lo ordinario es que el Señor nos emplace a creer sin ver signos, como recordamos ayer: ¿te fías de mí y estás dispuesto a seguir mis huellas, a pasar haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal (Hch 10,38), a pesar del escándalo del mal y el de mi Cruz, del sufrimiento y el aparente sinsetido?
Así que, como en esto insistimos más ayer, hoy quiero detenerme en una o algunas obras de misericordia, que el relato me inspira. Aunque de nuevo antes, volver a recordar algo dicho ayer: tan misericordioso es Dios cuando nos acoge y perdona como el Padre del hijo pródigo, como cuando nos toma tan en serio, tan como adultos, que nos pide frutos y no hacer de la gracia una excusa para la inmadurez o la irresponsabilidad, mucho más si estas dañan directamente a otros o no los ayudan en su necesidad.
Pensando pues, por un lado, en tanto niño o persona que no se salva milagrosamente, y por otro, en los frutos que el Señor nos pide, la obra de misericordia que he entrevisto en este relato es la de enterrar a los muertos: la séptima de las clásicas obras corporales de misericordia. En los tiempos del Señor y hasta el siglo XVI, cuando nace esta Cofradía (y por desgracia durante bastantes siglos más), se trataba de algo necesario, porque encontrar un cadáver desamparado en cualquier cuneta no era extraño. Por tanto la atención a la dignidad sagrada de cada persona (y a la salud pública, en segundo lugar) movía a gente compasiva a remediar ese horror; no pocas cofradías nacieron entre nosotros con esa obra de caridad como principal fin, junto al culto de sus titulares por supuesto.
Desde mitad o poco antes del siglo pasado, en lo que hemos llamados estados de bienestar, han sido las instituciones públicas las que han acabado asumiendo esa y otras antiguas obras de misericordia, por considerar que son de justicia y no algo que deba depender solo de la caridad cristiana o de otras personas de buena voluntad. Así nacieron la educación y la sanidad pública, la asistencia a personas explotadas sexual o laboralmente… Es un gozo para toda la Iglesia comprobar que su práctica de la misericordia ha ayudado a reconocer muchos derechos fundamentales de la persona.
Pero la necesidad de la misericordia no caduca. Y si ya no hace falta que nos dediquemos a enterrar muertos recogidos de nuestras calles, sí que hace falta que estemos solícitos para acompañar a los moribundos y sus familias desde la cercanía y la fe (consolar al triste, que reza la quinta de las obras espirituales de misericordia). Por supuesto también cuadran aquí bien las clásicas obras corporales de visitar a enfermos o presos; u otras menos clásicas, porque no aparecen en esa famosa lista, aunque ya se encuentran subrayadas desde el Antiguo Testamento como visitar o acoger al inmigrante…
La importancia de estas prácticas no es solo por coherencia con la compasión y la entrega que contemplamos en la imagen de nuestro titular, sino porque la misericordia experimentada en la intimidad con el Señor, si no se hace obras, acaba en estéril y engañoso sentimentalismo; mientras que al encarnarse en nuestras acciones, aunque sea torpemente, no solo beneficia a la persona atendida, sino que hace que la experiencia de la misericordia crezca en nosotros, con esa lógica tan especial del Nazareno, en la que el que pretende guardar para sí su vida y sus fuerzas las pierde, mientras quien las entrega, las salva.
A veces algunos nos quejamos de aburrimiento, aunque muchos también de lo contrario, de no tener respiro; pues a unos y a otros, pero sobre todo a los primeros, nuestro Jesús nos llama a acercarnos a ese familiar o vecino que necesita quizá solo un gesto de interés o escucha, una visita o llamada… por supuesto lo primero siempre el próximo, el prójimo. Pero también, sea a través de la Iglesia u otras instituciones, algunos seréis o seremos llamados a acercarnos a otros, menos conocidos, y no solo desde la espontaneidad, sino dispuestos a prepararnos para saber consolar al moribundo o al enfermo o al preso… con la ofrenda de algo de nuestro tiempo y compañía.
Que no, hermanas, no –escribía S. Teresa a sus monjas de clausura en el siglo XVI– que la verdadera unión con Su Voluntad no es la mucha concentración o gusto en la oración, sino que obras quiere el Señor. Y si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella y le dediques ese tiempo (cf. Moradas V 3,11).
Que Jesús Nazareno nos ayude a seguir bebiendo y viviendo de su misericordia.
DIA QUINTO DE NOVENA
Tan misericordioso es el Señor cuando nos acoge, como cuando nos exige.
Ayer nos centramos en algunas obras corporales de misericordia (visitar a enfermos, presos, emigrantes, moribundos y quienes viven un duelo) que están conectadas con la quinta de las espirituales según la tradición: consolar al triste. Por supuesto ahondaremos en otras, como la caridad cotidiana (D. m. mañana) o la social y política incluso (el viernes). Pero hoy, la frase final del evangelio que acabamos de escuchar (“no peques más, no sea que te ocurra algo peor”), invita a ahondar en eso que ya nos ha aparecido varias veces a lo largo de estos días: tan misericordioso es el Señor cuando nos acoge, como cuando nos exige. Así, las tres primeras clásicas obras espirituales de misericordia son enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita y corregir al que está en el error: ¿no va a dejar Él de ejercitarlo con nosotros mismos, verdad?
De hecho aunque, por ejemplo, el Papa antes y durante este Año de la Misericordia ha lamentado insistentemente las faltas de acogida y delicadeza, las indiscreciones y el rigorismo de no pocos confesores (cosas que por desgracia siguen dándose en algunos sitios y espiritualidades entre nosotros), yo personalmente nunca me he encontrado como penitente con ese problema. Quizá el de buena parte de mi generación, y desde entonces hasta aquí, es el contrario, al menos en otros lugares y espiritualidades del mundo: confesores demasiado indulgentes y complacientes, que no saben ayudar a ahondar en el propio pecado, momento y proceso. Como se repite con cierta frecuencia: contamos con gente capaz de transmitir doctrinas, pero necesitamos maestros (de vida).
Todo esto evidentemente apunta a la importancia de la confesión y, en un sentido más amplio, a la del acompañamiento o dirección espiritual; ministerio este que nunca y menos hoy es exclusivo de sacerdotes y realizan otros fieles (laicos y religiosas, por ejemplo) con admirable dedicación y fecundidad. Pero con el subrayado de la importancia de confesión y acompañamiento, ¿no contradecimos el estilo del Padre del hijo pródigo, que interrumpió la confesión de este y lo introdujo directamente en la casa y la fiesta?
Siempre que se eviten las faltas de acogida y delicadeza, las indiscreciones y el rigorismo, que hemos dicho hace un momento, parece que no se contradice al Padre del hijo pródigo, que ahorró a este un discurso innecesario, pero dialogó con el hijo mayor (representante de la gente religiosa y de orden, los que nunca nos fuimos de su casa) para que reconociese su error y su pecado. El mismo Papa –que tanto defiende lógicamente la importancia de esa acogida compasiva, entrañable, etc– ha dicho recientemente en respuesta a la pregunta ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?
Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonéis, no serán perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúanin persona Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene también un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo (El nombre de Dios es misericordia, Planeta Testimonio, Barcelona 2016, pp. 41-42).
El de la confesión además es el sacramento más personalizado: en los demás la Palabra y las palabras del que preside son para una asamblea en general; en la confesión se me acoge personalmente en la situación que llego, escuchándome primero…
¿Todo esto, unido al hecho de que estamos en Cuaresma, significa que todos corriendo a confesarse? ¡No!
¿Qué piensa de quien confiesa siempre los mismos pecados? Si se refiere a la repetición casi automática de un formulario, diría que el penitente no está bien preparado, no ha sido bien catequizado, no sabe hacer examen de conciencia y no conoce muchos de los pecados que se cometen y de los que no es consciente… Si hay una repetitividad que se convierte en costumbre, es como si no se llegara a creer en el conocimiento de uno mismo y del Señor; es como no admitir haber pecado, tener heridas por curar (El nombre de Dios… pg. 71).
Por tanto no se trata de correr y confesarse porque toca, rutinariamente. Aunque –continúa el Papa en esas mismas páginas– hay que saber distinguir esto de las recaídas:
Otra cosa es quien recae en el mismo pecado y sufre por ello, aquel a quien le cuesta volver a levantarse. Hay muchas personas humildes que confiesan sus recaídas. Lo importante, en la vida de cada hombre y de cada mujer, no es no volver a caer jamás por el camino. Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose las heridas. El Señor de la misericordia me perdona siempre, de manera que me ofrece la posibilidad de volver a empezar siempre. Me ama por lo que soy, quiere levantarme, me tiende su mano. Ésta también es una tarea de la Iglesia: hacer saber a las personas que no hay situaciones de las que no se puede salir, que mientras estemos vivos es siempre posible volver a empezar, siempre y cuando permitamos a Jesús abrazarnos y perdonarnos.
Así pues si no se trata de correr a confesarse sin más, ¿qué hacer? Lo primero:
¡Les aconsejaría que pidieran esta gracia! Sí, porque reconocernos pecadores es una gracia. Es una gracia que te viene dada. Sin la gracia, a lo máximo que se puede llegar es a decir: soy limitado, tengo mis límites, éstos son mis errores. Pero reconocernos pecadores es otra cosa (El nombre de Dios… pg. 50).
Lo segundo, lo contrario de la confesión rutinaria brevemente descrita antes por el Papa: prepararse bien, no solo con buena formación y examen, sino incluso y especialmente con la ayuda del acompañamiento espiritual, para conocerse uno mejor, el propio pecado y hasta las heridas, que sin ser pecado, nos condicionan… Él mismo lo ha recomendado encarecidamente en su encíclica programática Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio) en unos párrafos que no os leo por no cansaros, pero que merecen que les dediquéis un rato cuando podáis (44 y 169-173).
En definitiva por tanto aquella paradoja que recoge certeramente la popular frase, creo que de S. Ignacio de Loyola: hay que orar como si todo dependiera de Dios, y trabajar como si todo dependiese de nosotros.
DIA SEXTO DE NOVENA
“El amor no consiste en simples sentimientos, sino en obras”
(S. Teresa de Lisieux: Ms C 13v)
El texto del Evangelio recién proclamado (miércoles de la IV semana de Cuaresma) apunta muy bien al centro de nuestra fe, de nuestro credo: Dios se ha revelado, por la vida entregada de Jesús Nazareno, su Hijo, como misterio de Comunión, Relación, Donación, Familia… ¡Trinidad! No como soledad, un gran yo… Y esto que escandaliza a los otros grandes monoteísmos (judaísmo e islam) y a nuestra misma racionalidad (¿tres en uno; máxima unidad y personalidad…?), repito, no es fruto de grandes y abstractas especulaciones de salón, sino de la contemplación y el seguimiento de aquel Nazareno en quien se contiene la plenitud de la divinidad (Col 2,9) y que nos prometió que su Espíritu nos llevaría a la verdad plena (Jn 16,13). La misma Iglesia recibió agradecida y sorprendida desde sus primeros siglos de vida esta revelación, que casi sin darnos cuenta confesamos a cada rato con el gesto más sencillo del cristianismo: signarnos con la señal de la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Hemos repetido mucho desde el comienzo de la Novena, la ayuda que son las imágenes –en concreto esta preciosa y tan venerada de Jesús Nazareno– para empaparnos de la experiencia de ese Dios que es relación, comunión… cuyo amor crece al comunicarse; a diferencia de nuestros chatos amores que temen agotarse al darse. Y así se presenta en la Sagrada Escritura como constante deseo de salida, de entrega… como destaca el hecho de que nunca habla de sí, sino que nos revela su ser más íntimo por lo que hace: desde la primera página de la Biblia crear a otros a su imagen y semejanza (es decir, capaces de amar y trabajar creativamente, continuar su obra creadora) para poder entrar en comunión con ellos, con nosotros; hasta la plenitud de su revelación: este Nazareno que se entrega hasta la muerte por nosotros.
Al convocar el Papa este Año de la Misericordia evidentemente quiere que ahondemos en esa experiencia. La bula, el breve documento, con el que da las principales pistas o pautas para este año jubilar, es prácticamente un folleto, que por su brevedad, interés y accesibilidad (está en internet y en publicaciones muy asequibles…) hay que leer sin excusa ninguna. La primera parte se dedica a recordar algunos de los textos fundamentales de la Sagrada Escritura que muestran ese rostro misericordioso de Dios y, además, a explicar básicamente las claves y el sentido del año jubilar. En la segunda parte trata de medios prácticos para vivirlo y sobre todo hacer la experiencia de la Misericordia. El Papa aquí no nombra lo que nosotros hemos destacado del culto a las imágenes; pero su aprecio por este y por toda la religiosidad popular –más importante aún en su tierra que en la nuestra– está más que probado por muchas afirmaciones y escritos suyos. Lo que sí que nombra aquí primeramente, también lo hemos subrayado nosotros desde el comienzo de la Novena:
Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida (Misericordiae Vultus 13).
Lo segundo que nombra es la práctica de la peregrinación, no como una excursioncita (aunque también sea bueno el sentido lúdico y de convivencia que a veces tiene), sino sobre todo como signo de que “también la misericordia es una meta por alcanzar y que requiere compromiso y sacrificio (…) por tanto, estímulo para la conversión” (MV 14). Y en ese mismo número, sorprendentemente, añade el tema en que yo quiero detenerme hoy:
El Señor Jesús indica las etapas de la peregrinación mediante la cual es posible alcanzar esta meta: «¡No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis!» (Lc6,37-38).
Si el texto del Evangelio de hoy nos permitía evocar algo tan hermoso como lo dicho al comienzo de esta homilía, la actitud de muchos de los que rodeaban a Jesús muestra algo bastante menos bello: esa fácil tendencia humana al juicio y sobre todo la condena. Incluso y especialmente en las relaciones más cotidianas, familiares y próximas, que es adonde quiero llegar hoy. Varias de las obras espirituales de misericordia invitan justo al ejercicio contrario: perdonar las injurias (la 4ª de esas obras, según la clásica lista), sufrir con paciencia los defectos de los demás (la 6ª) y orar por los vivos y los difuntos (la 7ª). El Señor propone incluso cosas más cotosas:
Por tanto, si estás presentando tu ofrenda en el altar, y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti,deja tu ofrenda allí delante del altar, y ve, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda (Mt 5,23-24).
¡Atención! No dice si tú tienes algo contra él, sino al revés; es decir, no vale la excusa de que es problema del otro o ha empezado él (como se disculparía un crío), sino que hay que estar y esforzarse por la reconciliación, aunque uno creas no ser el causante del problema, ¡supeditando incluso el culto, la práctica de los sacramentos, a ello!
Escribía S. Teresa, ¡para sus monjas de clausura del siglo XVI!; es decir para seres medio angélicos, a los que cabría imaginar libres de todo esto:
¡Qué estimado debe ser este amarnos unos a otros del Señor! Pues pudiera el buen Jesús ponerle delante otras [obras nuestras al Padre, en la oración que nos enseñó], y decir: “perdonadnos, Señor, porque hacemos muchapenitencia, o porque rezamos mucho y ayunamos y lo hemos dejado todo por Vos y osamamos mucho”; y no dijo “porque perderíamos la vida por Vos” y otrascosas que pudiera decir, sino sólo “porque perdonamos”. Por ventura, como nos conoce portan amigos de esta negra honra [tan esclavos de nuestro penoso amor propio] y como cosa más dificultosa de alcanzar de nosotros y másagradable a su Padre, la dijo y se la ofrece de nuestra parte (Camino de Perfección 36,7). Muchas veces os lo digo, hermanas, y ahora lo quiero dejar escrito aquí, porque no se osolvide, que en esta casa, y aun toda persona que quisiere ser [cristiana], huya mil leguas de “razón tuve”, “hiciéronme sinrazón”, “no tuvo razón quien esto hizo conmigo”... De malas razones nos libre Dios. ¿Parece que había razón para que nuestro buen Jesús sufriesetantas injurias y se las hiciesen y tantas sinrazones? La que no quisiere llevar cruz sino laque le dieren muy puesta en razón, no sé yo para qué está en el monasterio (13,1).
Por resumir de nuevo con palabras del Señor: si amamos solo a los que nos aman, ¿qué merito tenemos? Eso también lo hacen los terroristas: querer a sus cónyuges, hijos o padres… (cf. Mt 5,46). Ahora bien, aclaraciones fundamentales para no malinterpretar todo lo anterior:
1) Tener ojos y cabeza, aunque no sea mucha incluso, significa hacerse constantemente idea (juicio) de todo: ahora mismo estaréis pensando si os gusta o no mi voz, la homilía, la ornamentación de la iglesia… Por tanto no hay que interpretar escrupulosamente la afirmación del Señor “no juzgar”, porque muchos de nuestros pensamientos nos vienen y nos tienen ellos a nosotros, más que nosotros a ellos. Así que hay que centrarse en la segunda parte de la frase del Señor: “no condenar”. Si no puedo evitar, como sucederá muchas veces, pensar que algo o alguien está mal, lo importante será no quedarme ahí, sino usar esta tentación para darle la vuelta y ejercitar la misericordia, como mínimo, orando por esa persona y/o situación, y si puedo ayudar de obra, mejor que mejor. Los juicios no dejarán de venir, pero nosotros tendremos con ellos materia constante para ejercitar la misericordia que nos viene de Dios y, a la vez, dejarla crecer en nosotros.
2) Buscar la reconciliación con quien creemos que tiene algo con nosotros (y mucho más si fuese al revés: nosotros los que tenemos algo contra alguien) no significa que se vaya a conseguir. Sucede, y no pocas veces, que dejo mi ofrenda ante el altar, busco reconciliarme… y me encuentro una puerta cerrada o una mano que no acepta la mía… Entonces puedo volver a presentar mi ofrenda y tener tranquila mi conciencia, con tal que mi puerta esté siempre abierta para el otro, por si se arrepiente de su negativa, o incluso estar dispuesto a acercarme yo mismo de nuevo, si hay un momento propicio.
3) El amor no consiste en simples sentimientos, sino en obras (S. Teresa de Lisieux: Ms C 13v). Esto escribía S. Teresita, cuando explicaba cómo hacía para convivir con una hermana por la que sentía “antipatía natural”; es decir, sentimientos de rechazo, sin que hubiera causa aparente. Teresita estuvo tentada de creerse hipócrita, porque sentía eso aunque procuraba portarse bien con la hermana; acabó descubriendo lo contrario: eso no era ser hipócrita sino amar de verdad, por encima de sentimientos contradictorios pero involuntarios. Cuando el Señor nos pide amar a los enemigos, está en esta línea: no se refiere a que sintamos por ellos lo mismo que por nuestros padres, esposos, hijos amigos… sino que no devolvamos mal por mal, que oremos por ellos… ¡Obras, no sentimientos!
4) ¡Pero ojo! La disposición al perdón, a sufrir con paciencia los defectos de los demás, no puede entenderse como un buenismo simplista y pusilánime que se vuelva indiferencia o desamparo de las víctimas de ofensas graves, que requerirán con razón, una reparación proporcional a la ofensa. Mucho más si la ofensa es un delito civil o penal: la Iglesia exigirá como parte del perdón, reconocer ese delito, devolver lo robado (el caso por ejemplo de un corrupto que abusa de su poder o cargo) y aceptar la sanción y/o la pena correspondiente de prisión; luego, a la prisión iremos con nuestra pastoral penitenciaria a ayudar a la persona a sentirse tal, a tratar de recuperarse, a reintegrarse en la sociedad cuando salga… Pero si no hubiese tales exigencias para tales ofensas y pecados, ¡nuestro perdón sería un acto de cinismo con las víctimas! Por desgracia ha habido casos, como el de las mujeres maltratadas, en el que se ha andado muy despistado en la sociedad y la Iglesia hasta hace poco: ser buena equivalía a aguantar de todo, y a eso se “animaba” a la víctima, y así se la condenaba a una espiral de maltrato incesante. Aparte de la crueldad y el desamparo de la víctima, también se perjudicaba al maltratador, al privarlo de la corrección y la enseñanza que necesitaba, y no sacarlo de su error. Otro tristísimo ejemplo es el que vuelve a recordar estos días la recién oscarizada película “Spotlight”, centrada en la fatal forma en que las autoridades de la Iglesia en Boston enfrentaron los casos de pederastia por parte de sacerdotes; una equivocadísima idea del perdón hacia estos, hizo que esas problemáticas crecieran en vez de corregirse y, lo que es peor, multiplicaron el número de víctimas y su posterior humillación y desamparo. Sin citar más casos de naturalezas tan horribles y escandalosas como los dos antepuestos, cualquier ofensa pública, sobre todo si es grave, aunque sea perdonada, requiere reparación proporcional y pública (Catecismo de la Iglesia Católica 2487); si no convertiríamos la virtud del perdón en defecto y pecado de irresponsabilidad y de desamparo de los afectados, cuando el Señor siempre prefirió y prefiere a los últimos, a las víctimas.
5) Volviendo al ámbito de la caridad, las relaciones y el amor cotidianos, donde he querido centrarme hoy, sin duda que la primera actitud del que quiere vivir de la misericordia del Nazareno es la generosidad en el perdón, la paciencia, la acogida, la disculpa sin límite (que dice el himno a la caridad: 1Cor 13)… Pero también en este ámbito será fundamental saber corregir fraterna o paternamente (¡ojo los padres que quieren ser colegas de los hijos y sus nefastas consecuencias en la formación de sus personas!), ayudar a ver al otro sus defectos y pecados, y a hacer camino y proceso; lo que conecta con lo que meditamos ayer.
¡Jesús Nazareno, ayúdanos a saber perdonar, acoger, acompañar… y también aclarar y exigir, siempre con amor, siempre con deseo de que sea vencido el mal y de que la persona, primero la de cualquier víctima, pero también la del pecador, encuentre caminos de regeneración y esperanza!.
XVII PREGÓN “MADRUGADA”
De la
Antigua Insigne y Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno
y María Santísima de los Dolores.
Por
Rocío Biedma
19 de Febrero del Año del Señor de 2016
Donde crepita la luz
Por entre las losas de la Plaza de Santa María,
alguien llora,
con un amor de madre eterna.
La marcha procesional calla por dentro,
al escuchar en su pecho
el dolor del mundo.
Por el amanecer de San Ildefonso,
ella llora,
y todo el universo está engarzado
como ofertorio de luz,
en una infinita maternidad.
Silente llora,
por cada piedra malherida de Carrera de Jesús,
en medio de un oleaje de quejidos.
Cuando la hilera de luto alarga el Viernes Santo,
y mientras amanece en la sangre de los claveles,
ella avanza con el pulso de la vida
resplandeciendo en los últimos gritos de la noche.
Los varales la mecen,
anunciando su verticalidad:
esa horrible transcripción de los atabales.
Cada paso rezuma un dolor divino
semejando preludios de encajes negros.
Callada llora,
rozando la calle Almenas,
Campanas, Rastro, La Carrera,
Reja de la Capilla,
breve Ramón y Cajal;
en su convento de Carmelitas,
en los desconchones de cal,
en este azul oculto,
bajo palio de tristezas,
donde la cerrazón le arranca a su hijo.
Nos mira y llora,
y es como un puente de magnolias
que abre la redondez del mundo;
este mundo, donde se apretuja la fiebre,
bajo un coro de balcones, exhalantes de abril,
do trascienden suspiros
por aquellos que no están,
nombrándote, grácil Madre
en los reclinatorios de tu clemencia,
con un vals de agónicas plegarias.
Me dejó mi padre,
la ternura de tu nombre,
reflejo de nuestra infancia sorprendida,
al verte pasar con los iris rotos
de tanto llorar.
-Calor de madre que arrancaba, sólo al mirarme,
el frío acuchillado de la madrugada-.
Desde entonces llevo tu beso maternal
hilvanado en mi pecho.
Tu nombre duele
Virgen Santísima de los Dolores,
y tú lloras.
Te acunan lo cordajes,
en la quietud del llanto.
El olor del cirio que traspasa y te intuye,
contiene la respiración al verte,
hermosa mujer afligida,
que tienes el idioma de la lluvia,
y bordas un cortejo
en el inverso resplandor del tiempo.
Y el costalero, apretado en la madera,
con el sudor de clavo en el costal,
el alma plisada, cabal el músculo,
mesura en el paso y ausente del mundo,
eleva con tu nombre su promesa,
olvidando la gravedad del canasto.
Nunca imaginé que tu dolor
sería capaz de cincelarme los versos
en la íntima hendidura de tus ojos,
donde crepita la luz.
Toda tu belleza es un poema,
cada verso se engendra en tu lindura,
y las estrofas estallan en simientes
porque eres honda raíz del universo.
Tienen tus manos, Madre preciosa,
el verbo exacto de la bondad,
la misma silueta, idénticas líneas de pureza,
esa forma perfecta de la rosa,
la costumbre tuya de abrazarnos con ellas,
de hablarnos con ellas, muy quedo,
con el hálito amoroso de tu piedad.
Cómo alcanzar lo excelso de tu nombre.
Cómo levantar la mirada y verte,
y respirarte callada,
como quien espera que florezcan los almendros,
y contemplarte Madre,
en tu angustia arterial,
desde este cosmos desolado
que atraviesa los miedos.
Cómo recoger todas las estrellas
que caen del cielo a tu paso,
haciéndose mineral ardiente, ángel pretérito,
para ser rocío y coronarte entre las flores,
que son pájaros conjugados en tu boca.
Cómo no ayudarte a sostener
el costado donde tu hijo se detiene,
en su interminable agonía.
Cómo decirte,
no llores Madre.
Cómo acabar, dime,
con tantas fauces de egoísmo,
estas estelas de la prisa,
el llanto del viento y su vigilia
cuando tañen las campanas del hambre,
los pastizales de odio con espigas de muerte,
la huida de las olas entre mástiles de pateras,
los pasos del delito hacia el abismo de la muerte,
esta fosa sin sosiego que confina libertades.
Pero lloras, y nos eximes,
y vuelves a salir un año más,
como si no pasara el tiempo,
y tu Jaén te colma de piropos.
Mientras permanece todo,
donde crepita la luz,
en el dolor lacrimoso de tu nombre.
ATRIO
Con vuestro permiso
Muy Ilustre Sr. Capellán de la Cofradía y Santuario Camarín de Nuestro Padre Jesús y Santa María de los Dolores.
Sr. Hermano Mayor.
Dignísimas Autoridades Representantes de la Corporación Municial del Exm. Aytº de Jaén.
Sres. Teniente Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil, Comisario Jefe Provincial y Jefe del Gabinete de Prensa, Protocolo y Relaciones Institucionales del Cuerpo Nacional de Policía de Jaén.
Sres. Representantes de las Cofradías Hermanas de Pasión y gloria.
Sres. Miembros de la Junta de Gobierno, Gobierno y Camareras de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús.
Soberanos cofrades, Señoras y Señores, Jiennenses, familiares y amigos,
Con vuestra venia,
a la que me entrego pidiendo clemencia por el atrevimiento de estar esta noche aquí y mi temor a no ser digna ante vosotros todos: extiendo mi inmensa gratitud a la Junta de Gobierno por la bondad y el profundo honor para con mi persona al designarme como Pregonera de la “Madrugada 2016”.
Debo comenzar por devolverle, a Don Juan Francisco Pulgar Garzón, el mismo afecto y cariño que ha volcado en sus palabras de presentación, generosamente hilvanadas sobre mi vida.
Gracias desde lo más profundo de mi corazón a mis compañeros y amigos entrañables del Coro de la Real Sociedad Económica de amigos del País, por vuestra generosa y excelsa actuación.
Gracias, a tantos que habéis tenido una palabra de aliento y felicitación, y a todos los que me habéis apoyado y ayudado incondicionalmente en esta honrosa tarea.
Gracias José Luis por tu exquisita generosidad y aliento. Gracias María Luisa por tu empuje y entusiasmo. Gracias Francis por tu gentileza y paciencia. Gracias Juan Francisco por tu cercanía. Gracias José Manuel Pozo Indiano por tus consejos y tu ánimo. Gracias a mi familia y a los que habéis venido de otras tierras.
PÓRTICO
Con honor llevo esta Medalla en el pecho, delante de mi corazón, donde guardaré siempre todo el cariño y respeto que me habéis otorgado. Y con humildad y decoro, me arrodillo ante esta puerta que guarda el tiempo de nuestra ciudad ceñida por olivos, a la que vengo a asomarme temblando de emoción.
Ante esta excelsa puerta de luz y esperanzas que hoy se abre de par en par para dar paso a nuestra particular primavera, de luz distinta, de lirios párvulos, de cálido chisporrotear de la cera, de aderezo y blonda de azabache, de lágrimas de nostalgia, porque vivir estos días de pasión, nos llevan irremediablemente a nuestra niñez, cuando el aire huele a evocación en las calles de Jaén, ciudad espiritual, eco de estacas desplegadas al cielo, que cada marzo se torna en una oración de claveles rojos. Que lleva en sus genes desde hace cuatro largos siglos, a su Nazareno, despertando los sentidos que a flor de piel nos van avisando que se acerca, un año más, esa madrugada que nos embarga el alma, que nos conmueve y recuerda que vamos a entregarnos con orgullo y fervor a una íntima plegaria.
Puerta donde nos adentramos con las ilusiones entregadas, los ojos vidriosos y el alma estremecida en esa noche cuajada de siglos, que Jaén espera cada año. En ese perfil que el lubricán va trazando por entre los páramos del Castillo, que mira su blanca cruz, como presagiando la fiebre que las calles del Santo Reino van a poner en los labios de la madrugada.
Porque va a ser Viernes Santo y el repicar de las campanas se hará temblor por instantes, y la luna recién asomada por entre las Peñas de Castro, se colocará acongojada en el filo del madero, para sentirse dueña del secreto, en el instante preciso en que todo adquiere un sentido bajo el umbral luminoso del misterio.
Vengo a abrir esa puerta, con la que os pido que seáis benevolentes, y con la responsabilidad y el sobrecogimiento que he sentido y siento, al concederme la palabra como hilo conductor de lo que por sí mismo nos cuenta cada Semana Santa Jaén, en sus calles, en su fisionomía cual Gólgota, en su olivar cual Getsemaní, en su aire que huele jazmín y a geranio, sus huertos de rezos cuya verdura tiembla de tristeza bajo el beso de Judas, que cayó en la tierra ensangrentada; su luz, hilada por átomos incorpóreos que conjugan ecos enraizados en la memoria sentimental de esta ciudad, que sabe a bacalao encebollado, a habas con aceite, a lomo de orza, a potaje de San José, a gusanillos de canela, a hochíos con matalahúga, a sus lustrosos hornazos (“que no es comida de Fornos, meramente” como apuntó Alfredo Cazabán en una de sus Coplillas), a pestiños de limón, o a torrijas bañadas en miel que, despertando recuerdos, son las llaves que abren estos aranceles que habéis puesto en mi pluma, que escribe con la sangre de Nuestro Nazareno y con las lágrimas de Nuestra Virgen Santísima de los Dolores.
Nuestra Señora, con su dulce rostro de flor apenada, fue labrada en el año 1741. Las pestañas que cubren sus desolados párpados, son naturales, y los ojos y las tres lágrimas que recorren sus mejillas, como tres diáfanas rosas, son de cristal.
Porque me vais a permitir con esta indulgencia que me habéis otorgado como mujer Jaenera, que dedique mi empeño en honrar esta figura de Madre Dolorosa, ya que celebramos este año el 275 Aniversario de María Santísima de los Dolores, tallada bajo la gubia de José de Medina, Giennense de adopción, que aunque nació en Alhaurín el Grande, llegó con veinte años a esta nuestra bendita tierra para afanar en la Catedral y quedarse para siempre; siendo sepultado más tarde en la Capilla de Nuestra Señora del Sagrario, de la hoy desaparecida Parroquia de Santiago, dejando a su paso grandes obras tanto en Andalucía como en otras regiones. José de Medina, en gratitud a un favor recibido por la divina intercesión de la Virgen, cuando estuvo a punto de no poder utilizar más su mano de imaginero, donó la exquisita talla al Convento de los Descalzos.
A ella, Nuestra Virgen Santísima de los Dolores, y a otras muchas mujeres que en silencio, han estado siempre presentes en los avatares de la Cofradía, que con su noble y humilde compromiso han traspasado el fuego del tiempo, les ofrendo mi deferencia, el sitio que ellas mismas han sabido conquistar.
A ellas, Mujeres inconmensurables (aunque siglos atrás invisibles), que también forjaron la historia de la cofradía; generosas, valientes, responsables, entregadas. Que fueron bautizadas bajo la mirada dulce de Nuestra Virgen. Que tomaron su primera omunión con un angelical vestido. Que fueron jóvenes e ilusionadas novias, o dieron su último adiós a un ser querido. Las que pidieron las lluvias para los campos, o que se aventaran las nubes del labrantío. Las que suplicaron una cura para sus hijos, o las que se inquietaron en la espera, tras una noche Nazarena.
A todas ellas, en su lealtad: mujeres cofrades, camareras, catequistas, penitentes o promitentes de la hermandad, que también son madres, hijas, hermanas, amigas, que enjugan nuestras lágrimas, que calman nuestro desasosiego, que nos abrazan y nos alientan en cada bisectriz emocional.
A ellas, Mujeres Poetas autoras de inspiradas poesías a Nuestro Padre Jesús, como Josefa Sevillano Morillas, María Teresa de Gregorio Santamaría, Carmen Bermúdez Melero o Amelia Fe Olivares.
O mujeres contemporáneas, como entre tantas, las jóvenes de la Vocalía de Juventud con su proyecto HAGA, que desglosado dice “Hagamos de este mundo un lugar más solidario”, o Mª Amparo y Mª Teresa López Arandia, investigadoras e historiadoras con un acertado rigor, de la vida de la Cofradía.
Tantas mujeres en nuestra historia…, como las hacedoras de saetas, Maria del Carmen Gersol Ayllón, Mari Cubo, o como Rosario López, permitidme que la nombre, pues nadie como ella supo hablarle a Jesús al oído, los versos de amor más desgarrados que hayamos escuchado.
“Cada año te espero
de madrugá en el cantón
pa cantarte una saeta
en nombre del mundo entero
y pa gritar viva Dios”
Os leo algo que le escribí algún día, a nuestra Charo López:
Se acerca sigilosa la semana de pasión Jaenera, y esa sensación tan especial que nos estremece un año más al escuchar su voz, cuando se asoma como una Reina Mora a su muralla, a cantarle a Nuestro Padre Jesús.
El rostro de Charo cuando le canta al Abuelo, tiene cerrados los ojos y entregada el alma que se va corporeizando en sentimiento, con esa digna fuerza y esa serena piedad, dejando derramarse entre sus labios un caudal de sangre infinita y esperanzadora, rasgada de amargura, cálida y radiante, formando una constelación de notas de ámbar y canela, que lanza al aire como un tirabuzón cósmico contra lo terrenal y lo divino, hechizando la corriente que late a cada quejido mientras Jesús avanza en la noche más eterna.
Su voz, que hace tiempo germina detrás de las callejuelas empinadas de éste Jaén tan suyo, quedará incrustada como fuego en cada losa, en cada recodo, en cada sombra maternal, en cada luz violeta.
Porque Charo será eternidad en nuestras temblorosas piedras y su cadencia quedara cosida por siempre a cada letra que da nombre a nuestra tierra.
No me olvido de aquellas mujeres de la Nobleza que fueron Cofrades de Honor, como La Reina de España Isabel II, que nos confirió el título de “Real e Insigne Cofradía” y solicitó las llaves de plata de Nuestro Padre Jesús para que le protegiesen en sus partos. Como la Reina Doña Mercedes de Orleans y Borbón. También Doña María del Carmen Hernández Espinosa, Duquesa de Santoña, o la Infanta Doña Isabel Princesa de Asturias, cofrade Honoraria por su contribución, a la construcción de la Capilla de Nuestro Padre Jesús en 1878.
Y no puedo olvidarme, de Santa Teresa y las mujeres de silencio que custodian su amor desde hace más de cuatro siglos.
Ni de Santa Marcela, ¿cómo olvidarme de Santa Marcela?, y cómo no hablaros de ella:
“Luz que transita en silencio”
Ella es Silencio.
Viene supurando humildad. No se lamenta.
Es hoja temblorosa,
lágrima que refleja el dolor de la luz del orbe.
Pisan sus pies, quedamente, códigos y estelas.
Callejuelas empinadas de altas plegarias
se estremecen con los tambores destemplados,
y la cesura “en minueto”, de las promitentes que la llevan,
amándola debajo del faldón que disimula el esfuerzo.
Paso a paso, herida tras herida, en cada aldaba,
ella, con su mejilla de alba desnuda,
escala arrecifes macerando el filo del sol,
que la hace florecer en medio de un monte rosado;
con su semblante de filigrana trasparente,
mirada cómplice de grana aceituna,
que cae a la piedra en el penúltimo instante,
antes de que el relámpago, fragmente en dos,
la vida con la muerte.
Y siempre pienso,
¿quién se acuerda de Santa Marcela?,
voz definitiva que calla lo indecible,
calma tibia, mujer prudente, Verónica,
nombre que tañen los códices donde la luz se posa.
Sus manos de azahar, también calladas,
le lloran a los siglos,
en la humedad del barro, bajo el olivo,
al que le llueven arpegios,
en la encrucijada de un suspiro.
Y el temblor es ella,
grito de orquídea que quiebra la tarde.
Lamento mudo que enjuga en la seda blanca,
el Santo Rostro de todo el amor del mundo.
Difícil no darse cuenta
del sufrimiento con que miran sus ojos
a la Santísima Virgen de los Dolores:
dos signos puros y un mismo llanto.
Y a su paso rezan las plazas
de Santa María, La Merced
o San Francisco, entre brumas de incienso;
mientras, como paloma en ofrenda,
cada luna de parasceve,
entra por el Arco de San Lorenzo,
detrás de Nuestro Jesús Nazareno,
en busca de su Catedral,
arrastrando su ingravidez con la ligereza de un óleo.
Y asciende por la Carrera,
con el esfuerzo de los priostes,
con un pellizco que sobrecoge a los Jaeneros,
que escuchan saetas en la lengua de los cantones
desde la lágrima y el dolor, reflejado en los ciriales.
Y tras la mañana agonizante, que llega de puntillas,
allá por la calle Campanas,
la vemos venir en la beldad de su sencillez,
bajo el exorno que se adivina en el fondo de sus ojos,
donde hiere el murmullo a ráfagas,
y ella sigue en silencio, para que la luz irradie
otros rincones divinos.
Su secreto es una bella liturgia
que transita en silencio.
Y con un cariño especial, las menciono a Ellas, cual jóvenes hebreas, promitentes de Santa Marcela: ciento veinte dalias que recibieron el feliz aldabonazo en sus corazones, de ser las primeras en la historia de la Hermandad que llevarían sobre sus hombros el trono de la Verónica, en un momento crucial como fue el 425 aniversario de la Cofradía.
Sabia nueva que vierte su ardor como río cristalino en el pavimento. Expresión femenina que va desgajando promesas con un rumor de arcángeles. De fieles afectos y devoción cálida. Que elevan a la Verónica con sencillo donaire, cual caricia, liviana y dulcemente, y pespuntean la minuciosa pisada con sublime armonía, con una elegancia curva bajo la clausura del fieltro, ahondando nuestras emociones en las médulas de la ternura.
Tantas y tantas mujeres…
Nunca olvidaré aquella noche. Os cuento: después de la Solemne Novena, donde tuve el inmenso honor de cantar durante años, y expresar con mi sentir los Dolores a la Virgen, de Hilarión Eslava o de Guillermo Alamo Berzosa y las Coplillas a Nuestro Padre Jesús de José Sequera, datadas todas desde principios del siglo XIX. La inmensa emoción que sentí esa noche, os digo, cuando un áspero sonido de cerrojo enmudeció la estancia al sellar tras de mí la puerta de Los Fieles de nuestra Catedral, para dar comienzo casi en penumbra, a un íntimo, noble y piadoso ritual: el cambio de vestiduras de la talla de un Nazareno asomado al precipicio del tiempo. Fui testigo del esmero más sublime. De ese íntimo momento en que el silencio atraviesa y descorre, como quien aparta un velo, el otro lado de la bondad, del respeto, de la efigie única de la melancolía. Era un elogio el silencio. Todo el aire estremecido. Su espalda arqueada y desnuda, cual divinidad de un sufrimiento metafísico. El pulcro equilibrio masculino de su rostro humildemente colmado de ternura y paciencia, apesadumbrado, humano y sencillo. Un misterio en la serenidad de la luz que en la inmensidad del templo pareciese que nada más existía.
Entonces supe de ellas, las Camareras de Nuestro Padre Jesús, de esa excelsa mesura en cada inclinación, ese amor sereno en la mirada, la ternura en cada movimiento, la parsimonia en las manos que retiraban la camisa como si quisieran detener el roce de la luz. La delicadeza en los dedos que como colibrís, aleteaban suspendidos en el aire a contraluz. Ese privilegio único de estar a solas con él, casi abrazarlo por momentos. Esa otra forma de rezarle en los gestos. El profundo respeto con que minuciosamente lo lavaban, lo mismo que se lava a un amado padre.
Porque son ellas, en su preciosismo, con el cariño más limpio, las que visten, almidonan, lavan, peinan con esmero cada imagen; miman el exorno floral y pulen el ajuar lo mismo que lustran los anaqueles de la memoria de la Cofradía.
Un alud de virtudes donde se hilan en sigilo las horas, ennobleciendo el tiempo.
CORNISA
Aquella madrugada, una melodía conmovedora
llegaba envuelta en un código de sombras y espirales.
Te vi la primera vez
en los ojos lacrimosos de mi padre
y él me enseñó a sentirte
temblando, muy quedo,
más allá del abismo,
entre atabales milenarios.
Tu nombre
como un astrolabio celeste
resonaba por todas las cornisas,
en el vértigo de las estrellas,
al otro lado del silencio:
Nuestro Padre Jesús Nazareno.
Nuestro Abuelo.
Descendías emocionando,
por la calle Colón
desgarrando la curvatura de las horas.
Sin darte cuenta, habías entrado en mi corazón
y el cielo se partió en dos mitades.
Desde entonces, cada Viernes Santo,
como un puñal,
se me clava la aurora sin hacer ruido.
Y las campanas tañen secretos del cosmos
con una pena sin orillas,
cuando sobre el tálamo
todo el albor del mundo
se vierte en tu rostro.
Sales en busca de tu Jaén,
y en la ojiva, estalla la luz,
en ese hueco que llenas,
donde comienzan el final y el principio.
Ese umbral melancólico
que guarda en sus entrañas,
la sangre de la memoria.
Ocultas, bajo el fieltro morado
el dolor cárdeno de tus hombros,
las llagas del martirio,
la sangre de la ofensa;
mientras, los costaleros te acunan,
ingrávido,
rompiendo vértices.
Y las sombras del misterio,
se perfilan en la cal, hiriéndonos la infancia;
esa que recoges en tu mirada cómplice,
que busca encontrarse con ojos limpios
y corazones serenos,
antes de la muerte.
Y en tu manto te llevas todas las nostalgias,
los cantos desgarrados y armoniosos de tu novena,
el enjambre de luz tejido en los respiraderos,
el espacio inmaculado de nuestra niñez,
la efímera luz de los lirios,
los estambres descarnados de cera,
el silencio transparente de las miradas
que se te clavan en la agonía.
La respiración contenida
cuando te llevan de puntillas,
en busca de tu Madre,
que rasga con su dolor,
el tafetán sombrío de la madrugada.
El pálpito elevado al escuchar tu marcha,
Himno inmortal que perpetúa los siglos,
que suena, como suena,
que anda, como anda,
que te lleva, como te lleva.
El crujido de los cirios que lloran miel en tu nombre
y se hacen verticales como una súplica,
la que se asoma al brocal de este pozo quebrado
que la oscuridad perfila en tu frente abatida y rota.
El viento llora.
Llora el silencio.
Y te detienes abrumado
por el vértigo del alma,
por el inverso resplandor del espacio,
ante las escalinatas del tumulto
de enramados corazones.
Avanzas, hilvanado al llanto de tu Catedral
que tiene tu voz y tu signo
y que te ve pasar, como una madre,
desde la cima de su tristeza.
Y siempre vuelves,
a esa tu casa, donde la luz derrama su epitafio.
Donde el mármol calla el llanto de lo sombrío.
Donde regresa siempre la voz rompiente
de tantas almas que giran en sus designios,
que sangran implorándote en vocablos de esperanza.
Y muy quedo escuchas,
humilde y cariñoso,
Padre Jesús, nuestro Abuelo,
cómo se agita,
aferrado a ti,
el crisol de la vida.
CÚPULA
Escuchas, cuando subes anhelante el Cantón de Jesús con los primeros astros, clamando aquella cruel primavera. En la estrechez tenebrosa de la Calle Almenas, la amplitud vencida de la Plaza de la Merced, el milagroso San Idelfonso, donde en mis quince años, cuando por Puerto Alto comienzan a quebrar albores, con tan sólo una hoja de luz cruzando la plaza, allí te esperaba, allí me gustaba verte Jesús. Sí, verte y olerte y escucharte y tenerte. Sola con mis quince, con mis veinte, con mis treinta años. Sola con mis ojos, sola con el silencio, sola en mi memoria. Y el Luto en el aire.
Ya lo decía Saramago: “La belleza hay que verla a solas”.
O cuando llegas a mi calle, La Carrera de Jesús, que rezuma leyenda e hidalguía por los cuatro costados, que conserva la magia de una riqueza heredada donde el espacio ha quedado prendido en cada muro. Donde se alzan los dinteles de la rancia muralla, para verte de cerca. Donde suspiran los acólitos de orgullo y de cansancio, mientras se le vidrian los ojos. Donde la arquitectura, rota por el tiempo, asentó el Convento de Santa Ana, hoy nuestra Iglesia de San José y Camarín de Jesús, o el de las Hermanas Clarisas, que engulleron las aguas del arroyo del Neveral.
Con palacios, como el del Conde de Toralba, el de la familia Fernández de Moya, el de los Condes de Corbull, así como el que perteneció al Vizconde de los Villares.
Mi calle, la que vio crecer a mis hijos. Vía llana, única, armoniosa, elegante. Con árboles a la derecha, y reliquias del lienzo medieval y sus cipreses cortando el cielo a la izquierda. Con nuestra magistral Catedral en la mirada, el monte de Jabalcuz y el de Santa Catalina en un costado y el Seminario en la espalda. Con el Camarín y el Cantón de Jesús abrazándola. Con el torreón del Conde de Villardompardo y la quietud primitiva, que nos regala el sobrio y elegante edificio del Convento de Carmelitas Descalzas, que cuenta con pinturas de Ambrosio de Valois y Sebastián Martínez, donde se nos detiene el tiempo en su portada de piedra seca, que erige una atalaya con dulces campanas que trinan como avecillas melodiosas, velando en el pórtico la efigie de Santa Teresa, pluma en mano, magistralmente vestida de historia.
Aquí viven mujeres de silencio que suspiran con el sonido del agua y coronan el día con ese recogimiento antiguo que no nos pertenece. Tras el torno, empolvados de memoria, acunan legajos deudores a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa, que quedaron impregnados en el pavimento perpetuo de los siglos.
Por los frisos de madera, cuando la luz entra como una daga, se entreabren los postigos donde reposan su inmensidad el perfume a ajonjolí, a coco y canela, que inunda la umbría de las celdas, con miradas cuyo horizonte está engarzado a las flores. Las monjitas, algunas veces cuando la tarde desmaya, se sientan en el patio, entre flores y gorjeos. Y mientras ríen como golondrinas, rizan en una filigrana transparente, los moldes de las madalenas con sus primorosas manos.
Aquí vive el crepúsculo, que se bebe el aroma de las horas, horadando las cornisas, asomado al pretil del convento, donde todas la esencias de este rincón Jaenés, descansan en el palco de más de cuatro siglos de historia.
Y es en mi calle, donde cada Viernes Santo se siente un viento frío que viene de Jabalcuz, cual Monte Tabor, presagiando el mediodía.
Cuando sentencia la cruz de guía que ha visto a la noche llorando por entre los olivos.
Cuando la extenuación de Simón de Cirene divisa el Templo donde descansará con el Señor que sostiene el peso de todas las crueles madrugadas.
Donde Santa Marcela destemplada, cruza un cortejo de tristeza en los postreros tramos de arrabal, que delinea su barrio.
Donde San Juan, inconsolable, señala a la Virgen, cegado por el sol, el último trayecto que conduce al silencio más punzante.
Donde su Madre trasciende con la serenidad y el temple de los tambores que nos hacen volver a sentir, una vez más, ese nudo que se detiene en la garganta, que ya todos conocemos y que es inútil que os describa.
Donde la Banda se entrega como si lo hiciera por primera vez, y toca una y otra, y otra vez, ése su Himno que nos vuelca el alma. ¡Si Cebrián supiera, cuanto nos gusta a los de Jaén y a los que no son de Jaén, escucharlo!.
Y esa otra voz de los fabricanos, que saetean el culmen del recorridoen arpegios por tientos y seguidillas. Que tienen alma de poetas y el corazón de rapsodas llevando como nadie cada paso, meciendo al milímetro en “ssotto voce”, en un diapasón de estrellas.
Hablar de Nuestro Padre Jesús es emocionarnos, regresar a nuestra historia, reconocernos, tener un nexo entre diferentes edades, clases sociales, medidas de fe, de amistades que retornan, de complicidad debajo de las trabajaderas, de padres a hijos, de nietos a bisabuelos, uniendo memoria y sangre.
Lo digo con amor a este Jaén donde nací, como si tras los años después de tantos golpes, mis sentidos siguieran tratando de aprenderlo y escudriñarlo, de quererlo más si cabe, y donde he crecido adivinándolo en cada esquina de plegarias dormidas, en cada torreón donde la sombra azabache de cíngulo amarillo parece un sacramento erguido. En la alta espadaña donde se ve recortada la cerrazón de la cruz. En cada callejuela empedrada de paredes encaladas destelladas por los cirios. En cada plaza donde un vacío de sepulcro, se enseñorea y parece que la oscuridad y el frío se hayan tragado la vida. Donde siendo muy niña, un doloroso Viernes Santo, escuché por vez primera esa marcha que me enervara. Y donde me sobrecogía que llegase el día siguiente: día de luto, música sacra en la radio bajo un cielo de vencejos perturbados.
-Hablad muy quedo niños, sin gritos, nada de juegos, que se ha muerto el Hijo de Dios- nos decían los mayores.
Entonces comprendía por qué, la soledad de su madre. Por qué, su semblante apenado y esas setenta y dos velas llorosas.
ARQUITRABE
Fechas melancólicas éstas que nos arrastran a días de tumulto, de emociones, de olor a incienso, a velas lacrimosas, al eco de saetas; de sombras puntiagudas que no encuentran a los que ya no están en aquella esquina en penumbra, en aquel balcón cuajado de jazmines o en la cancela antigua de madera carcomida, cuando el embrujo de los pasos flota al compás del rumor de esparteñas arrastradas y el latir de tambores y varales, se torna en una contienda de encuentros personales.
Cada recuerdo, cada año dejado atrás, la noche intensa del Jueves Santo que se le salía a mi padre por los ojos; o la mañana postrada del Viernes, se graban entre añoranzas y gestos en nuestro corazón.
A mi padre
Arrodillo mi voz
como una cría impaciente,
en la urgencia de su mirada.
Y él, un año más,
con lágrimas en los ojos
y con la más hermosa de las ternuras,
me dice bajito, al oído:
-asómate niña,
que ya está bajando Jesús-.
Y cada madrugada de Viernes Santo,
siempre es el mismo recuerdo el que regresa:
su misma voz, de terciopelo y brea.
El mismo son, meciendo evocaciones.
Las mismas gentes, que en silencio se arriman.
Los mismos nazarenos, que derraman la cera.
Todos los varales, tintineando en las cuestas.
Los mismos tambores, tañendo el miserere.
El mismo escalofrío, varado en la nuca
cuando sentencia el llamador, tres veces,
y comienzan al unísono,
a latir los pies del costalero.
Para hablar de Jaén hay que haber sido antes consumido por su fuego, haber sido herido por su beldad, conocer su drama, conservar sus vestigios, adentrarlo y amarlo hasta que te estremezca el corazón, evocarlo desde el recuerdo que rompe las palabras en el epicentro de un crisol donde terminan los labios y comienza el poema.
Y así es como pudo hablar de Jaén una persona que está aquí esta noche entre nosotros, porque muchos queremos que así sea, que dedicó su rigor, compromiso y honradez a legarnos toda una vida de sincero y profundo amor a todo lo nuestro. Y por la admiración y el respeto que le he tenido siempre, le dedico unos versos:
A Manuel López Pérez,
In Memoriam
Un retablo solemne
te contempla entre inciensos,
sumando sigilos
que horadan el corazón.
¡Qué silencio ese viernes!
qué plegaria en el viento
de un eterno violonchelo.
¿Qué frío de repente!.
Legajos te retienen agradecidos.
Códices sin mácula, de enmudecidos relojes
y eruditas razones que vuelan contigo.
Cofrade de silencios.
Siembra esculpida,
en la paciente luz que te regresa.
Compilación de signos
de alma y pluma con una fuerza germínea.
Centinela del tiempo
que dictas un intangible
color herido de fotos antiguas.
Hay una epístola
con tu nombre en las fachadas,
do caminas sereno,
con pasos quedos
y el pensamiento en los abismos.
Las losas de la ciudad
que habitan tras tus párpados
descifrando el misterio,
te nombran en voz baja.
Jaén te abre sus puertas luminosas,
a otra nueva primavera,
y clama su nostalgia
al son de los tambores,
con plegarias sosegadas
que te han visto tras la ojiva,
contemplando un libro
bajo el último palio.
BÓVEDA
El pueblo de Jaén le debe a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores, una trayectoria incansable de amor a lo que supone nuestra tradición y lo que la mantiene viva. Su cuidado con mimo, su conservación generosa, su legado, su patrimonio material y espiritual, la recuperación del Camarín, un recorrido impecable, su exhaustiva labor, la destreza de hacer que mucho de lo que compone su personalidad, quede elegantemente expuesto para todos y de que sea un hacer irrepetible y perdurable al mismo tiempo.
Y yo particularmente, ¡tengo tanto que agradeceros!. Vuestra confianza al creer en mí, vuestra bondad por alzar vuestros rezos por mi salud, con lo que la palabra gratitud es una simple lágrima en este océano que sois y que me ha enseñado que la Fe sigue siendo posible, en medio de este mundo desdibujado.
Muchos son los momentos que los aconteceres de la vida me han traído hasta Nuestro Padre Jesús. Vivir en los demás el misterio de la Fe es lo que más me ha enseñado y conmovido siempre. Lo he visto en la cabecera de la cama de hospital de mi padre. En su lápida más tarde. En su bar y en muchos otros bares. En la mesita de noche de mi abuela. En mi peluquería. Tatuado en la pierna de Francis el chico de la tienda de mi barrio. ¿Quién no lleva esa imagen que tanto conocemos en la cartera?, ¿En el pecho?, ¿En la guantera del coche o en la sillita de su bebé?.
Dejadme contaros:
Una pareja sencilla. Ella mi amiga del alma, ambos de Jaén, residiendo en Madrid por motivos de trabajo desde que se casaron, que cada Madrugada de Viernes Santo, aun terminando él su turno de trabajo a las diez de la noche, estaba puntual en medio de la riada de enlutados nazarenos, para hacer con devoción todo el misterio de penitencia en la Madrugada, con la esperanza de que Nuestro Padre Jesús, curase ese cáncer que a ella le estaba mordiendo. Así casi veinte años.
Hoy aun la veo, después de siete años sin tenerla, con sus ojos de jade y su sonrisa eterna, en aquella silla de Roldán y Marín, cuando ya la enfermedad le apretaba el cansancio contra el pecho y el peso de su fe en las rodillas, esperando a que pasara Jesús con su milagro.
Nos lo dijo muy bien nuestro entrañable Vicente Oya Rodríguez:
“Contigo Jesús, este Jaén de tus amores. De día y de noche. Como un centinela. Con la desnuda claridad de su conciencia asomada al espejo del alma. O con la tapada oscuridad de la mente confundida entre el lodo de nuestras debilidades.
…Todo Jaén contigo”.
Ese momento íntimo que cada Jiennense hace particular y único, pero que comparte, porque lo claman a gritos sus lágrimas emocionadas, la nervadura de los sentidos a flor de piel y en las más hondas esquinas de la sangre, confluyen todos los ojos en un mismo mirar y un estremecerse que no nos deja indiferentes, nos hiere el alma a son de martinete y nos funde a todos en un mismo sentir.
Aura en Viernes Santo
Permíteme un año más, querer estar a solas contigo, concretarte en mi interior, en el eco de un instante, en la hondura sutil de mi memoria, en la ausencia que arde de quien me enseñó a vivirte: Jaén, mi padre.
Fuera, la bulla de los adoquines se bosqueja en los cantones y Jaén te espera abriendo esponsales, mientras el sol escala las murallas del Castillo, para hacerse noche, tras su asalto. Las calles como horizontes imprecisos, escuchan las pisadas de los siglos presagiando un Réquiem de susurro eterno como adámico testigo.
Entonces, tu Jaén te colma de requiebros, de pulsos que laten suscitando un soliloquio de campanas, para cubrir la epidermis de tu nombre: Nuestro Padre Jesús Nazareno, nuestro Abuelo, y perfumar tu caminar de paradigmas inciertos.
En la bóveda intensa de la noche, el dolor difumina los perfiles, que ciñen la secreta andadura de las velas. El espíritu se enaltece en un ángelus, y se hace profundo, como un eco.
Mas, silencias tus nervaduras y armonizas cimbreando la tumefacción exhausta, curtiendo con dulzura tu dolor. Es entonces cuando el silencio se hace lágrima en el quicio de las miradas, que abarcan corazones como baluartes, y voltean con tu marcha, el estremecimiento de los Jaeneros.
Aura de espinas.
Cuando la noche cae en recóndito vértigo horadando sutil el horizonte, eres lámpara chispeante que clausura las estrellas, en indestructible adagio.
Los recuerdos fluyen constelados y en cada latido despunta un mendrugo de remembranza.
Con mesura te acunan tus promitentes, pues eres lirio en el asfalto, Señor, esquina empedrada, negrura sempiterna de nazarenos, árbol talado cada primavera, niños aprendiéndote, abuelos despidiéndose por si otro año no vivieran, madres llorosas que te imploran por sus hijos, jóvenes vislumbrando tu abnegación, padres anhelosos de sosiego y respeto.
Eres herida en lo imposible, que bordea la vigilia de la honda plegaria. Una plenitud rezuma entre compases con un fervor suspendido en las aceras erizadas detrás de cada mirada llorosa. Y la marcha de Cebrián, que te ama con la cadencia sutil de los Jaeneros, mece los sigilos que presagian un temblor altísimo.
La ciudad consternada va tras de ti, y todos, te miramos con amor a los ojos. Jaén te quiere, porque te sabe suyo, porque eres las sístoles de los acólitos, saeta quebrada de los callejones, cáliz de promesas, lágrimas de cofrades, pies descalzos al calor de las promesas, inagotable consuelo.
Aura de amor.
Cuando vuelves, de bandearte con las pisadas de los promitentes en los rudos adoquines, de ver arrodillarse a la Catedral a tu paso, de relatar todos los argumentos, balcones antiguos te contemplan en los ecos diáfanos de la oscuridad. Y un coro milenario te aclama, hilando el óvalo del tiempo.
En el momento en que se cierra el pórtico del Camarín, tu casa, la mañana deja sus horas despojadas colgando en los aleros. Entonces se embellece el silencio, el aura retiniana de tu esencia, cuando la ciudad sabe, cuando nos recuerdas, que tú mueres cada día por nosotros, en ella.
JAMBA
Queden pues, abiertas las puertas de nuestro corazón, porque hoy empieza esa luz que permanece. Porque Jaén va cruzar este dintel tendiendo manos, y va a encender los cirios para aliviar el frío y a tener los brazos abiertos para derribar muros, y el espíritu sereno para hacer ese recorrido que no nos haga impasibles ante las injusticias, siendo capaces de percibir el regalo de una nueva floración de Madrugadas y esperanzas.
Y como la niña que vuelve a los brazos de su madre, vuelvo yo, para ungir esa soledad llena de amor que se siente cuando tras la arcada del Camarín, te veo entrar para quedarte hasta una nueva primavera, allí donde me vuelven a brotar los versos en tu nombre,
Virgen Santísima de los Dolores
Antes de que llegue la primavera,
tus pies ya acarician las losas mudas de tu templo,
y se hacen presencia, desnudando el aire
en tu hondura de Madre.
Pero tu dolor, vaga todo el invierno
en la soledad de los silentes olivares.
Recuerdo, muy niña,
verte venir de madrugada
adivinando la luz.
Me pellizcaste la sangre,
cuando tanto misterio no me cabía en el alma.
Venías, como una Flor de eterna primavera.
Traías la brisa de la añoranza en tu semblante
mientras el sol porfiaba en las terrazas,
en ese silencio luminoso que rompe las vigilias.
Creí al verte,
que el viento se mecía quedamente
al compás del soplo de tu gracia.
Tu finura, flor de la tristeza, primer verbo,
era una plegaria de suspiros
en medio de la desolación del alma.
Hoy sales a la calle, desempolvando siglos,
arrastrando el desgarro de tu nombre
que nos duele en cada esquina,
en cada balcón,
en cada luna inflamada,
en cada pie descalzo que te sigue,
en cada rezo,
en cada soledad detrás de las ventanas,
en cada túnica de penitencia,
en cada perfil lloroso
que arde en la memoria de los que no están,
de los que deberían curarse.
En la promesa morada
que se arrodilla en la platea efímera de la lenta madrugada.
En la luz que se asoma por Sierra Mágina
para prenderse al rojo de tus labios,
donde tu llanto ha rociado los requiebros de los olivos
y el suelo ha sido tocado con tu pureza de nácar.
Silueteas tu candor
en los cirios que amanecen
con la fe primera del día.
Y a tu paso
el rocío del alba se te posa en la cara
y el frío se vuelve escarcha en tu manto
para enmarcar la serenidad de tu hermosura,
que avanza con tu verdad
en busca de tu hijo,
por las calles Jaeneras.
Se asoma la belleza a tu propio nombre
para encontrarse con la metáfora de la oscuridad y de la luz.
Y cuando caminas, Señora,
se arrodillan hasta los lirios.
La dulzura de tus párpados
atrapa manantiales,
en un claroscuro de arpegios
que emite un frescor de poemas.
Entreabres los ojos,
y tu última memoria está repujada
allí donde sangran las saetas.
Porque el dolor se ha ido acuñando en tus suspiros
prolongándose en eco que hilvana
el espacio y el tiempo.
Cuando la hechura del costalero
que tanto sabe de humildad y de silencio,
te mece, suave, muy suave,
miro tus ojos, Madre, y siento
que tus ojos tienen alma;
entonces, todo cobra sentido
porque existe tu mirar, cáliz de hermosura,
viento fino que en el aire te derramas.
…Pero que guapa.
Una letanía de negros nazarenos,
esparce el incienso
en una angustia arterial,
desgajando un murmullo
hendido en los pliegues del dolor.
Dicen que el mundo tiene los ojos cerrados,
pero a tu paso las miradas se alzan:
embriagadas por tu horizonte de rosas,
vibrantes por el tintineo de la candelería,
traspasadas por esa luz plena de Virgen Madre
y caladas por el fulgor diamantino de tus lágrimas.
Hoy la nostalgia cae
sobre el rescoldo incierto de la vida,
en el reverso de las piedras,
sobre las huellas del muro que se ensombrece
después de cada latido tuyo robado por el sol.
Y mi niñez te busca como huérfana
por las callejuelas,
en las esquinas encaladas,
en un coro de silencio de altos pájaros,
como se busca a una Madre, en los ecos de la centuria.
Déjame esta vez,
enjugar tus lágrimas,
Virgen que argentas la pena.
Y poner en tus manos,
estos versos de amor,
que llevan tu nombre.
QUEDA DICHO
CARTEL MADRUGADA 2016
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