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XVII  PREGÓN “MADRUGADA”

 De la

Antigua Insigne y Real Cofradía de  Nuestro Padre Jesús Nazareno

y María Santísima de los Dolores.

 Por

Rocío Biedma

19 de Febrero del Año del Señor de 2016

Donde crepita la luz

 

Por entre las losas de la Plaza de Santa María,

alguien llora,

con un amor de madre eterna.

La marcha procesional calla por dentro,

al escuchar en su pecho

el dolor del mundo.

 

 

Por el amanecer de San Ildefonso,

ella llora,

y todo el universo está engarzado

como ofertorio de luz,

en una infinita maternidad.                                                                        

 

Silente llora,

por cada piedra malherida de Carrera de Jesús,

en medio de un oleaje de quejidos.

 

Cuando la hilera de luto alarga el Viernes Santo,

y mientras amanece en la sangre de los claveles,

ella avanza con el pulso de la vida

resplandeciendo en los últimos gritos de la noche.

 

Los varales la mecen,

anunciando su verticalidad:

esa horrible transcripción de los atabales.

Cada paso rezuma un dolor divino

semejando preludios de encajes negros.

 

Callada llora,

rozando la calle Almenas, 

Campanas, Rastro,  La Carrera,

 

Reja de la Capilla,

breve Ramón y Cajal;

en su convento de Carmelitas, 

en los desconchones de cal,

en este azul oculto,

bajo palio de tristezas,

donde la cerrazón le arranca a su hijo.

 

Nos mira y llora,

y es como un puente de magnolias

que abre la redondez del mundo;

este mundo, donde se apretuja la fiebre,

bajo un coro de balcones, exhalantes de abril,

do trascienden suspiros

por aquellos que no están,

nombrándote, grácil Madre

en los reclinatorios de tu clemencia,

con un vals de agónicas plegarias.

 

Me dejó mi padre,

la ternura de tu nombre,

reflejo de nuestra infancia sorprendida,

al verte pasar con los iris rotos

de tanto llorar.

-Calor de madre que arrancaba, sólo al mirarme,

el frío acuchillado de la madrugada-.

Desde entonces llevo tu beso maternal

hilvanado en mi pecho.

 

Tu nombre duele

Virgen Santísima de los Dolores,

y tú lloras.

 

Te acunan lo cordajes,

en la quietud del llanto.

El olor del cirio que traspasa y te intuye,

contiene la respiración al verte,

hermosa mujer afligida,

que tienes el idioma de la lluvia,

y bordas un cortejo

en el inverso resplandor del tiempo.

 

Y el costalero, apretado en la madera,

con el sudor de clavo en el costal, 

el alma plisada, cabal el músculo,

mesura en el paso y ausente del mundo,

eleva con tu nombre su promesa,

olvidando la gravedad del canasto.

 

Nunca imaginé que tu dolor

sería capaz de cincelarme los versos

en la íntima hendidura de tus ojos,

donde crepita la luz.

Toda tu belleza es un poema,

cada verso se engendra en tu lindura,

y las estrofas estallan en simientes

porque eres honda raíz del universo.

 

Tienen tus manos, Madre preciosa,

el verbo exacto de la bondad,

la misma silueta, idénticas líneas de pureza,

esa forma perfecta de la rosa,

la costumbre tuya de abrazarnos con ellas,

de hablarnos con ellas, muy quedo,

con el hálito amoroso de tu piedad.

 

Cómo alcanzar lo excelso de tu nombre.

 Cómo levantar la mirada y verte,

y respirarte callada,

como quien espera que florezcan los almendros,

y contemplarte Madre,

en tu angustia arterial,

desde este cosmos desolado

que atraviesa los miedos.

 

Cómo recoger todas las estrellas

que caen del cielo a tu paso,

haciéndose mineral ardiente, ángel pretérito,

para ser rocío y coronarte entre las flores,

que son pájaros conjugados en tu boca.

 

Cómo no ayudarte a sostener

el costado donde tu hijo se detiene,

en su interminable agonía.

 

Cómo decirte,

no llores Madre.

Cómo acabar, dime,

con tantas fauces de egoísmo,

estas estelas de la prisa,

el llanto del viento y su vigilia

cuando tañen las campanas del hambre,

los pastizales de odio con espigas de muerte,

la huida de las olas entre mástiles de pateras,

los pasos del delito hacia el abismo de la muerte,

esta fosa sin sosiego que confina libertades.

 

Pero lloras, y nos eximes,

y vuelves a salir un año más,

como si no pasara el tiempo,

y tu Jaén te colma de piropos.

 

Mientras permanece todo,

donde crepita la luz,

en el dolor lacrimoso de tu nombre.

 

ATRIO

Con vuestro permiso

Muy Ilustre Sr. Capellán de la Cofradía y Santuario Camarín de Nuestro Padre Jesús y Santa María de los Dolores.

Sr. Hermano Mayor.

Dignísimas Autoridades Representantes de la Corporación Municial del Exm. Aytº de Jaén.

Sres. Teniente  Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil, Comisario Jefe Provincial y Jefe del Gabinete de Prensa, Protocolo y Relaciones Institucionales del Cuerpo Nacional de Policía de Jaén.

Sres. Representantes de las Cofradías Hermanas de Pasión y gloria.

Sres. Miembros de la Junta de Gobierno, Gobierno y Camareras de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús.

Soberanos cofrades, Señoras y Señores, Jiennenses, familiares y amigos,

Con vuestra venia,

a la que me entrego pidiendo clemencia por el atrevimiento de estar esta noche aquí y mi temor a no ser digna ante vosotros todos: extiendo mi inmensa gratitud a la Junta de Gobierno por la bondad y el profundo honor para con mi persona al designarme como Pregonera de la “Madrugada 2016”.

Debo comenzar por devolverle, a Don Juan Francisco Pulgar Garzón, el mismo afecto y cariño que ha volcado en sus palabras de presentación, generosamente hilvanadas sobre mi vida.

Gracias desde lo más profundo de mi corazón a mis compañeros y amigos entrañables del Coro de la Real Sociedad Económica de amigos del País, por vuestra generosa y excelsa actuación.

Gracias, a tantos que habéis tenido una palabra de aliento y felicitación, y  a todos los que me habéis apoyado y ayudado incondicionalmente en esta honrosa tarea.

Gracias José Luis por tu exquisita generosidad y aliento. Gracias María Luisa por tu empuje y entusiasmo. Gracias Francis por tu gentileza y paciencia. Gracias Juan Francisco por tu cercanía. Gracias José Manuel Pozo Indiano por tus consejos y tu ánimo. Gracias a mi familia y a los que habéis venido de otras tierras.

PÓRTICO

Con honor llevo esta Medalla en el pecho, delante de mi corazón, donde guardaré siempre todo el cariño y respeto que me habéis otorgado. Y con humildad y decoro, me arrodillo ante esta puerta que guarda el tiempo de nuestra ciudad ceñida por olivos, a la que vengo a asomarme temblando de emoción.

Ante esta excelsa puerta de luz y esperanzas que hoy se abre de par en par para dar paso a nuestra particular primavera, de luz distinta, de lirios párvulos, de cálido chisporrotear de la cera, de aderezo y blonda de azabache, de lágrimas de nostalgia, porque vivir estos días de pasión, nos llevan irremediablemente a nuestra niñez, cuando el aire huele a evocación en las calles de Jaén, ciudad espiritual, eco de estacas desplegadas al cielo,  que cada marzo se torna en una oración de claveles rojos. Que lleva en sus genes desde hace cuatro largos siglos,  a su  Nazareno, despertando los sentidos que a flor de piel nos van avisando que se acerca, un año más, esa madrugada que nos embarga el alma, que nos conmueve y recuerda que vamos a entregarnos con orgullo y fervor a una íntima plegaria.

Puerta donde nos adentramos con las ilusiones entregadas, los ojos vidriosos y el alma estremecida en esa noche cuajada de siglos, que Jaén espera cada año. En ese perfil que el lubricán va trazando por entre los páramos del Castillo, que mira su blanca cruz, como presagiando la fiebre que las calles del Santo Reino van a poner en los labios de la madrugada.

Porque va a ser Viernes Santo y el repicar de las campanas se hará temblor por instantes, y la luna recién asomada por entre las Peñas de Castro, se colocará acongojada en el filo del madero, para sentirse dueña del secreto, en el instante preciso en que todo adquiere un sentido bajo el umbral luminoso del misterio.

Vengo a abrir esa puerta, con la que os pido que seáis benevolentes, y con la responsabilidad y el sobrecogimiento que he sentido y siento, al concederme la palabra como hilo conductor de lo que por sí mismo nos cuenta cada Semana Santa Jaén, en sus calles, en  su fisionomía cual Gólgota, en su olivar cual Getsemaní, en su  aire que huele jazmín y a geranio, sus huertos de rezos  cuya verdura tiembla de tristeza bajo el beso de Judas, que cayó en la tierra ensangrentada; su luz, hilada por átomos incorpóreos que conjugan ecos enraizados en la memoria sentimental de esta ciudad, que sabe a bacalao encebollado, a habas con aceite, a lomo de orza, a potaje de San José, a gusanillos de canela,  a hochíos con matalahúga,  a  sus lustrosos hornazos (“que no es comida de Fornos, meramente” como apuntó Alfredo Cazabán en una de sus Coplillas), a pestiños de limón, o a  torrijas bañadas en miel que, despertando recuerdos, son las llaves que abren estos aranceles que habéis puesto en mi pluma, que escribe con la sangre de Nuestro Nazareno y con las lágrimas de Nuestra Virgen Santísima de los Dolores.

Nuestra Señora, con su dulce rostro de flor apenada, fue labrada en el año 1741. Las pestañas que cubren sus desolados párpados, son naturales, y los ojos y las tres lágrimas que recorren sus mejillas, como tres diáfanas rosas, son de cristal.

Porque me vais a permitir con esta indulgencia que me habéis otorgado como mujer Jaenera, que dedique mi empeño en honrar esta figura de Madre Dolorosa, ya que celebramos este año el 275 Aniversario de María Santísima de los Dolores, tallada bajo la gubia de José de Medina, Giennense de adopción, que aunque nació en Alhaurín el Grande, llegó con veinte años a esta nuestra bendita tierra para afanar en la Catedral y quedarse para siempre; siendo sepultado más tarde en la Capilla de Nuestra Señora del Sagrario, de la  hoy desaparecida Parroquia de Santiago, dejando a su paso grandes obras tanto en Andalucía como en otras regiones. José de Medina, en gratitud a un favor recibido por la divina intercesión de la Virgen, cuando estuvo a punto de no poder utilizar más su mano de imaginero, donó la exquisita talla al Convento de los Descalzos.

A ella, Nuestra Virgen Santísima de los Dolores,  y a otras muchas mujeres que en silencio, han estado siempre presentes en los avatares de la Cofradía, que con su noble y humilde compromiso han traspasado el fuego del tiempo, les ofrendo mi deferencia, el sitio que ellas mismas han sabido conquistar.

A ellas,  Mujeres inconmensurables (aunque siglos atrás invisibles), que también forjaron la historia de la cofradía; generosas, valientes, responsables, entregadas. Que fueron bautizadas bajo la mirada dulce de Nuestra Virgen. Que tomaron su primera omunión con un angelical vestido. Que fueron jóvenes e ilusionadas novias, o dieron su último adiós a un ser querido. Las que  pidieron las lluvias para los campos, o que se aventaran las nubes del labrantío. Las que suplicaron una cura para sus hijos, o las que se inquietaron en la espera,  tras una noche Nazarena.

A todas ellas, en su lealtad: mujeres cofrades, camareras, catequistas, penitentes o promitentes de la hermandad, que también son madres, hijas, hermanas, amigas, que enjugan nuestras lágrimas, que calman nuestro desasosiego, que nos abrazan y nos alientan en cada bisectriz emocional.

A ellas, Mujeres Poetas autoras de inspiradas poesías a Nuestro Padre Jesús, como Josefa Sevillano Morillas, María Teresa de Gregorio Santamaría,  Carmen Bermúdez Melero o Amelia Fe Olivares.

O mujeres contemporáneas, como entre tantas, las jóvenes de la Vocalía de Juventud con su proyecto HAGA, que desglosado dice “Hagamos de este mundo un lugar más solidario”,  o Mª Amparo y Mª Teresa López Arandia, investigadoras e historiadoras con un acertado rigor,  de la vida de la Cofradía.

Tantas mujeres en nuestra historia…, como las hacedoras de saetas, Maria del Carmen Gersol Ayllón, Mari Cubo,  o como Rosario López, permitidme que la nombre, pues nadie como ella supo hablarle a Jesús al oído, los versos de amor más desgarrados que hayamos escuchado.

 

“Cada año te espero

de madrugá en el cantón

pa cantarte una saeta

en  nombre del mundo entero

y pa gritar viva Dios”

 

Os leo algo que le escribí algún día, a nuestra Charo López:

Se acerca sigilosa la semana de pasión Jaenera, y esa sensación tan especial que nos estremece un año más al escuchar su voz, cuando se asoma como una Reina Mora a su muralla, a cantarle a Nuestro Padre Jesús.

El rostro de Charo cuando le canta al Abuelo, tiene cerrados los ojos y entregada el alma que se va corporeizando en sentimiento, con esa digna fuerza y esa serena piedad, dejando derramarse  entre sus labios un caudal de sangre infinita y esperanzadora, rasgada de amargura, cálida y radiante, formando una constelación de notas de ámbar y canela, que lanza al aire como un tirabuzón cósmico contra lo terrenal y lo divino, hechizando la corriente que late a cada quejido mientras Jesús avanza  en la noche más eterna.

Su voz, que hace tiempo germina detrás de las callejuelas empinadas de éste Jaén tan suyo, quedará incrustada como fuego en cada losa, en cada recodo, en cada sombra maternal, en cada luz violeta.

Porque Charo será eternidad en nuestras temblorosas piedras y su cadencia quedara cosida por siempre a cada letra que da nombre a nuestra tierra.

No me olvido de aquellas mujeres de la Nobleza  que fueron Cofrades de Honor, como La Reina de España Isabel II, que nos confirió el título de “Real e Insigne Cofradía” y solicitó las llaves de plata de Nuestro Padre Jesús para que le protegiesen en sus  partos. Como la Reina Doña Mercedes de Orleans y Borbón. También Doña María del Carmen Hernández Espinosa, Duquesa de Santoña, o la Infanta Doña Isabel Princesa de Asturias, cofrade Honoraria por su contribución, a la construcción de la Capilla de Nuestro Padre Jesús en 1878.

Y no puedo olvidarme, de Santa Teresa y las mujeres de silencio que custodian su amor desde hace más de cuatro siglos.

Ni de Santa Marcela, ¿cómo olvidarme de Santa Marcela?, y cómo no hablaros de ella:

“Luz que transita en silencio”

 

Ella es Silencio.

Viene supurando humildad. No se lamenta.

Es hoja temblorosa,

lágrima que refleja el dolor de la luz del orbe.

Pisan sus pies, quedamente, códigos y estelas.

Callejuelas empinadas de altas plegarias

se estremecen con los tambores destemplados,

y la cesura “en minueto”, de las promitentes que la llevan,

amándola debajo del faldón que disimula el esfuerzo.

 

Paso a paso, herida tras herida, en cada aldaba,

ella, con su mejilla de alba desnuda,

escala arrecifes macerando el filo del sol,

que la hace florecer en medio de un monte rosado;

con su semblante de filigrana trasparente,

mirada cómplice de grana aceituna,

que cae a la piedra en el penúltimo instante,

antes de que el relámpago, fragmente en dos,

la vida con la muerte.

Y siempre pienso,

¿quién se acuerda de Santa Marcela?,

voz definitiva que calla lo indecible,

calma tibia, mujer prudente, Verónica,

nombre que tañen los códices donde la luz se posa.

 

Sus manos de  azahar, también calladas,

le lloran a los siglos,

en la humedad del barro, bajo el olivo,

al que le llueven arpegios,

en la encrucijada de un suspiro.

Y el temblor es ella,

grito de orquídea que quiebra la tarde.

Lamento mudo que enjuga en la seda blanca,

el Santo Rostro de todo el amor del mundo.

 

Difícil no darse cuenta

del sufrimiento con que miran sus ojos

a la Santísima Virgen de los Dolores:

dos signos puros y un mismo llanto.

 

Y a su paso rezan  las plazas

de Santa María, La Merced

o San Francisco, entre brumas de incienso;

mientras, como paloma en ofrenda,

cada luna de parasceve,

entra por el Arco de San Lorenzo,

detrás de Nuestro Jesús Nazareno,

en busca de su Catedral,

arrastrando su ingravidez con la ligereza de un óleo.

Y asciende por la Carrera,

con el esfuerzo de los priostes,

con un pellizco que sobrecoge a los Jaeneros,

que escuchan saetas en la lengua de los cantones

desde la lágrima y el dolor,  reflejado en los ciriales.

 

Y tras la mañana agonizante, que  llega de puntillas,

allá por la calle Campanas,

la vemos venir en la beldad de su sencillez,

bajo el exorno que se adivina en el fondo de sus ojos,

donde hiere el murmullo a ráfagas,

y ella sigue en silencio, para que  la luz irradie

otros rincones divinos.

 

Su secreto es una bella liturgia

que transita en silencio.

 

Y con un cariño especial, las menciono a Ellas, cual jóvenes hebreas, promitentes de Santa Marcela: ciento veinte dalias que recibieron el feliz aldabonazo en sus corazones, de ser las primeras en la historia de la Hermandad que llevarían sobre  sus hombros el trono de la Verónica, en un momento crucial como fue el 425 aniversario de la Cofradía.

Sabia nueva que vierte su ardor como río cristalino en el pavimento. Expresión femenina que va desgajando promesas con un rumor de arcángeles. De fieles afectos y devoción cálida. Que elevan a la Verónica con sencillo donaire, cual caricia, liviana y dulcemente, y pespuntean la minuciosa pisada con sublime armonía, con una elegancia curva bajo la clausura del fieltro, ahondando nuestras emociones en las médulas de la ternura.

Tantas y tantas mujeres…

Nunca olvidaré aquella noche. Os cuento: después de la Solemne Novena, donde tuve el inmenso honor de cantar durante años, y expresar con mi sentir los Dolores a la Virgen, de Hilarión Eslava o de Guillermo Alamo Berzosa y las Coplillas a Nuestro Padre Jesús de José Sequera, datadas todas desde principios del siglo XIX.  La inmensa emoción que sentí esa noche, os digo,  cuando un áspero sonido de cerrojo enmudeció la estancia al sellar tras de mí la puerta de Los Fieles de nuestra Catedral, para dar comienzo casi en penumbra, a un íntimo, noble y piadoso ritual: el cambio de vestiduras de la talla de un Nazareno asomado al precipicio del tiempo. Fui testigo del esmero más sublime. De ese íntimo momento en que el silencio atraviesa y descorre, como quien aparta un velo, el otro lado de la bondad, del respeto, de la efigie  única de la melancolía. Era un elogio el silencio. Todo el aire estremecido. Su espalda arqueada y desnuda, cual divinidad de un sufrimiento metafísico. El pulcro equilibrio masculino de su rostro humildemente colmado de ternura y paciencia, apesadumbrado, humano y sencillo. Un misterio en la serenidad de la luz que en la inmensidad del templo pareciese que nada más existía.

Entonces supe de ellas, las Camareras de Nuestro Padre Jesús, de esa excelsa mesura en cada inclinación, ese amor sereno en la mirada, la ternura en cada movimiento, la parsimonia en las manos que retiraban la camisa como si quisieran detener el roce de la luz. La delicadeza en los dedos que como colibrís, aleteaban suspendidos en el aire a contraluz. Ese privilegio único de estar  a solas con él, casi abrazarlo por momentos. Esa otra forma de rezarle en los gestos. El profundo respeto con que minuciosamente lo lavaban, lo mismo que se lava a un amado padre.

Porque son ellas, en su preciosismo, con el cariño más limpio, las que visten, almidonan, lavan, peinan con esmero cada imagen; miman el exorno floral y pulen el ajuar lo mismo que lustran los anaqueles de la memoria de la Cofradía.

Un alud de virtudes donde se hilan en sigilo las horas, ennobleciendo el tiempo.

CORNISA

Aquella madrugada, una melodía conmovedora

llegaba  envuelta en un código de sombras y espirales.

 

Te vi la primera vez

en los ojos lacrimosos de mi padre

y él me enseñó a sentirte

temblando, muy quedo,

más allá del abismo,

entre atabales milenarios.

Tu nombre

como un astrolabio celeste

resonaba por todas las cornisas,

en el vértigo de las estrellas,

al  otro lado del silencio:

Nuestro Padre Jesús Nazareno.

Nuestro Abuelo.

 

Descendías emocionando,

por la calle Colón

desgarrando la curvatura de las horas.

 

Sin darte cuenta, habías entrado en mi corazón

y el cielo se partió en dos mitades.

Desde entonces, cada Viernes Santo,

como un puñal,

se me clava la aurora sin hacer ruido.

Y las campanas tañen secretos del cosmos

con una  pena sin orillas,

cuando sobre el tálamo

todo el albor del mundo

se vierte en tu rostro.

 

Sales en busca de tu Jaén,

y en la ojiva, estalla la luz,

en ese hueco que llenas,

donde comienzan el final y el principio.

Ese umbral melancólico

que guarda en sus entrañas,

la sangre de la memoria.

 

Ocultas, bajo el fieltro morado

el dolor cárdeno de tus hombros,

las llagas del martirio,

la sangre de la ofensa;

mientras, los costaleros te acunan,

ingrávido,

rompiendo vértices.

Y las sombras del misterio,

se perfilan en la cal, hiriéndonos la infancia;

esa que recoges en tu mirada cómplice,

que busca encontrarse con ojos limpios

y corazones serenos,

antes de la muerte.

Y en tu manto te llevas todas las nostalgias,

los cantos desgarrados y armoniosos de tu novena,

el enjambre de luz tejido en los respiraderos,

el espacio inmaculado de nuestra niñez,

la efímera luz de los lirios,

los estambres descarnados de cera,

el silencio transparente de las miradas

que se te clavan en la agonía.

La respiración contenida

cuando te llevan de puntillas,

en busca de tu Madre,

que rasga con su dolor,

el tafetán sombrío de la madrugada.

 

El pálpito elevado al escuchar tu marcha,

Himno inmortal que perpetúa los siglos,

que suena,  como suena,

que anda, como anda,

que te lleva, como te lleva.

 

El crujido de los cirios que lloran miel en tu nombre

y  se hacen verticales como una súplica,

la que se asoma al brocal de este pozo quebrado

que la oscuridad perfila en tu frente abatida y rota.

 

El viento llora.

Llora el silencio.

Y te detienes abrumado

por el vértigo del alma,

por el inverso resplandor del espacio,

ante las escalinatas del tumulto

de enramados corazones.

 

Avanzas, hilvanado al llanto de tu Catedral

que tiene tu voz y tu signo

y que te ve pasar, como una madre,

desde la cima de su tristeza.

 

Y siempre vuelves,

a esa tu casa, donde la luz derrama su epitafio.

Donde el mármol calla el llanto de lo sombrío.

Donde regresa siempre la voz rompiente

de tantas almas que giran en sus designios,

que sangran implorándote en vocablos de esperanza.

 

Y  muy quedo escuchas,

humilde y  cariñoso,

Padre Jesús, nuestro Abuelo,

cómo se agita,

aferrado a ti,

el crisol de la vida.

 

CÚPULA

Escuchas, cuando subes anhelante el Cantón de Jesús con los primeros astros, clamando aquella cruel primavera. En la estrechez tenebrosa de la Calle Almenas, la amplitud vencida de la Plaza de la Merced, el milagroso San Idelfonso, donde en mis quince años, cuando por Puerto Alto comienzan a quebrar albores, con tan sólo una hoja de luz cruzando la plaza, allí te esperaba, allí me gustaba verte Jesús. Sí, verte y olerte y escucharte y tenerte. Sola con mis quince, con mis veinte, con mis treinta años. Sola con mis ojos, sola con el silencio, sola en mi memoria. Y el Luto en el aire.

Ya lo decía Saramago: “La belleza hay que verla a solas”.

O cuando llegas a mi calle, La Carrera de Jesús, que rezuma leyenda e hidalguía por los cuatro costados, que conserva la magia de una riqueza heredada donde el espacio ha quedado prendido en cada muro.  Donde se alzan los dinteles de la rancia muralla, para verte de cerca. Donde suspiran los acólitos de orgullo y de cansancio, mientras se le vidrian los ojos. Donde la arquitectura, rota por el tiempo, asentó el Convento de Santa Ana, hoy nuestra Iglesia de San José y Camarín de Jesús, o el de las Hermanas Clarisas, que engulleron las aguas del arroyo del Neveral.

Con palacios, como el del Conde de Toralba, el de la  familia Fernández de Moya, el de los Condes de Corbull, así como el que perteneció al Vizconde de los Villares.

Mi calle, la que vio crecer a mis hijos. Vía llana,  única, armoniosa, elegante. Con árboles a la derecha,  y reliquias del lienzo medieval  y sus cipreses cortando el cielo a la izquierda. Con nuestra magistral Catedral en la mirada, el monte de Jabalcuz y el de Santa Catalina en un costado y el Seminario en la espalda. Con el Camarín y el Cantón de Jesús abrazándola. Con el torreón del Conde  de Villardompardo y  la quietud primitiva, que nos regala el sobrio y elegante edificio del Convento de Carmelitas Descalzas, que  cuenta con pinturas de Ambrosio de Valois y Sebastián Martínez, donde se nos detiene el tiempo en su portada de piedra seca, que erige una atalaya  con dulces campanas que   trinan como avecillas melodiosas, velando en el pórtico  la efigie de Santa Teresa, pluma en mano, magistralmente vestida de historia.

Aquí viven mujeres de silencio que suspiran con el sonido del agua y coronan el día  con ese recogimiento antiguo que no nos pertenece. Tras el torno, empolvados de memoria, acunan  legajos deudores a  San Juan de la Cruz y a Santa Teresa,  que quedaron impregnados en el pavimento perpetuo de los siglos.

Por los frisos de madera, cuando la luz entra como una daga, se entreabren los postigos donde reposan  su inmensidad  el perfume a ajonjolí, a coco y canela, que inunda la umbría de las celdas, con miradas cuyo horizonte está engarzado a las flores. Las monjitas, algunas veces cuando la tarde desmaya, se sientan en el patio, entre flores y gorjeos. Y mientras  ríen  como golondrinas, rizan en una filigrana transparente, los moldes de las madalenas con sus primorosas manos.

Aquí vive el crepúsculo, que se bebe el aroma de las horas, horadando las cornisas, asomado al pretil del convento, donde todas la esencias de este rincón Jaenés, descansan en el palco de más de cuatro siglos de historia.

Y es en mi calle, donde cada Viernes Santo se siente un viento frío que viene de Jabalcuz, cual Monte Tabor, presagiando el mediodía.

Cuando sentencia la cruz de guía  que ha visto a la noche llorando por entre los olivos.

Cuando la extenuación de Simón de Cirene divisa el Templo donde descansará con el  Señor que sostiene el peso de todas las crueles madrugadas. 

Donde Santa Marcela destemplada, cruza un cortejo de tristeza en los postreros tramos de arrabal, que delinea su barrio.

Donde San Juan, inconsolable, señala a la Virgen, cegado por el sol, el último trayecto que conduce al silencio más punzante.

Donde su Madre trasciende con la serenidad y el temple de los tambores que nos hacen volver a sentir, una vez más, ese nudo que se detiene en  la garganta, que ya todos conocemos y que es inútil que os describa.

Donde la Banda se entrega como si lo hiciera por primera vez, y toca una y otra, y otra vez, ése su Himno que nos vuelca el alma. ¡Si Cebrián supiera, cuanto nos gusta a los de Jaén y a los que no son de Jaén, escucharlo!. 

Y esa otra voz de los fabricanos, que saetean el culmen del  recorridoen arpegios por tientos y seguidillas. Que tienen alma de poetas y el corazón de rapsodas llevando como nadie cada paso, meciendo al milímetro en “ssotto voce”, en un diapasón de estrellas.

Hablar de Nuestro Padre Jesús es emocionarnos, regresar a nuestra historia, reconocernos, tener un nexo entre diferentes edades, clases sociales, medidas de fe, de amistades que retornan, de complicidad debajo de las trabajaderas, de padres a hijos, de nietos a bisabuelos, uniendo memoria y sangre.

Lo digo con amor a  este Jaén donde nací, como si tras los años después de tantos golpes, mis sentidos siguieran tratando de aprenderlo y escudriñarlo, de quererlo más si cabe, y  donde he crecido adivinándolo en cada esquina de plegarias dormidas, en cada torreón donde la sombra azabache de cíngulo amarillo parece un sacramento erguido. En la alta espadaña donde se ve recortada la cerrazón de la cruz. En cada callejuela empedrada de paredes encaladas destelladas por los cirios. En cada plaza donde un vacío de sepulcro, se enseñorea y parece que la oscuridad y el frío se hayan tragado la vida. Donde siendo muy niña, un doloroso Viernes Santo, escuché por vez primera esa marcha  que me enervara. Y donde me sobrecogía que llegase el día siguiente: día de luto, música sacra en la radio bajo un cielo de vencejos perturbados.

-Hablad muy quedo niños, sin gritos, nada de juegos, que se ha muerto el Hijo de Dios- nos decían los mayores.

Entonces comprendía por qué, la  soledad de su madre. Por qué, su semblante apenado y esas setenta y dos velas llorosas.

ARQUITRABE

Fechas  melancólicas éstas que nos arrastran a días de tumulto, de emociones, de olor a incienso, a velas lacrimosas, al eco de saetas; de sombras puntiagudas que no encuentran a los que ya no están en aquella esquina en penumbra, en aquel balcón cuajado de jazmines o en la cancela antigua de madera carcomida, cuando el embrujo de los pasos flota al compás del rumor de esparteñas arrastradas y el latir de tambores y varales, se torna en una contienda de encuentros personales.

Cada recuerdo, cada año dejado atrás, la noche intensa del Jueves Santo que se le salía a mi padre por los ojos; o la mañana postrada del Viernes, se graban entre añoranzas y gestos en nuestro corazón.

A mi padre

Arrodillo mi voz

como una cría impaciente,

en la urgencia de su mirada.

 

Y él, un año más,

con lágrimas en los ojos

y con la más hermosa de las ternuras,

me dice bajito, al oído:

-asómate niña,

que ya está bajando Jesús-.

 

Y cada madrugada de Viernes Santo,

siempre es el mismo recuerdo el que regresa:

su misma voz, de terciopelo y brea.

El mismo son, meciendo evocaciones.

Las mismas gentes, que en silencio se arriman.

Los mismos nazarenos, que derraman la cera.

Todos los varales, tintineando en las cuestas.

Los mismos tambores, tañendo el miserere.

El mismo escalofrío, varado en la nuca

cuando sentencia el llamador, tres veces,

y comienzan al unísono,

a latir los pies del costalero.

Para hablar de Jaén hay que haber sido antes consumido por su fuego, haber sido herido por su beldad, conocer su drama, conservar sus vestigios, adentrarlo y amarlo hasta que te estremezca el corazón, evocarlo desde el recuerdo que rompe las palabras en el epicentro de un crisol donde terminan los labios  y comienza el poema.

Y así es como pudo hablar de Jaén una persona que está aquí esta noche entre nosotros, porque muchos queremos que así sea, que dedicó su rigor, compromiso y honradez a legarnos toda una vida de sincero y profundo amor a todo lo nuestro. Y por la admiración y el respeto que le he tenido siempre, le dedico unos versos:

A  Manuel López Pérez,

In Memoriam

Un retablo solemne

te contempla entre inciensos,

sumando sigilos

que horadan el corazón.

 

¡Qué silencio ese viernes!

qué plegaria en el viento

de un eterno violonchelo.

¿Qué frío de repente!.

 

Legajos te retienen agradecidos.

Códices sin mácula, de enmudecidos relojes

y eruditas razones que vuelan contigo.

Cofrade de silencios.

Siembra esculpida,

en la paciente luz que te regresa.

Compilación de signos

de alma y pluma con una fuerza germínea.

Centinela del tiempo

que dictas un intangible

color herido de fotos antiguas.

 

Hay una epístola

con tu nombre en las fachadas,

do caminas sereno,

con pasos quedos

y el pensamiento en los abismos.

 

Las losas de la ciudad

que habitan tras tus párpados

descifrando el misterio,

te nombran en voz baja.

 

Jaén te abre sus puertas luminosas,

a otra nueva primavera,

y clama su nostalgia

al son de los tambores,

con plegarias sosegadas

que te han visto tras la ojiva,

contemplando un libro

bajo el último palio.

 

BÓVEDA

El pueblo de Jaén le debe a la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores, una trayectoria incansable de amor a lo que supone nuestra tradición y lo que la mantiene viva. Su cuidado con mimo, su conservación generosa, su legado, su patrimonio material y espiritual, la recuperación del Camarín, un  recorrido impecable, su exhaustiva labor, la destreza de hacer que mucho de lo que compone su personalidad, quede elegantemente expuesto para todos y de que sea un hacer irrepetible y perdurable al mismo tiempo.

Y yo particularmente, ¡tengo tanto que agradeceros!. Vuestra confianza al creer en mí, vuestra bondad por alzar vuestros rezos por mi salud, con lo que la palabra gratitud es una simple lágrima en este océano que sois y que me ha enseñado que la Fe sigue siendo posible, en medio de este mundo desdibujado.

Muchos son los momentos que los aconteceres de la vida me han traído hasta Nuestro Padre Jesús. Vivir en los demás el misterio de la Fe es lo que más me ha enseñado y conmovido siempre. Lo he visto en la cabecera de la cama de hospital de mi padre. En su lápida más tarde. En su bar y en muchos otros bares. En la mesita de noche de mi abuela. En mi peluquería. Tatuado en la pierna de Francis el chico de la tienda de mi barrio. ¿Quién no lleva esa imagen que tanto conocemos en la cartera?, ¿En el pecho?, ¿En la guantera del coche o en la sillita de su bebé?.

Dejadme contaros:

Una pareja sencilla. Ella mi amiga del alma, ambos de Jaén, residiendo en Madrid por motivos de trabajo desde que se casaron, que cada Madrugada de Viernes Santo, aun terminando él su turno de trabajo a las diez de la noche, estaba puntual en medio de la riada de enlutados nazarenos,  para hacer con devoción todo el misterio de penitencia en la Madrugada, con la esperanza de que Nuestro Padre Jesús, curase  ese cáncer que a ella le estaba mordiendo. Así casi veinte años.

Hoy aun la veo, después de siete años sin tenerla, con sus ojos de jade  y su sonrisa eterna, en aquella silla de Roldán y Marín, cuando ya la enfermedad le apretaba el cansancio contra el pecho y el peso de su fe en las rodillas, esperando a que pasara Jesús con su milagro.

Nos lo dijo muy bien nuestro entrañable Vicente Oya Rodríguez:

“Contigo Jesús, este Jaén de tus amores. De día y de noche. Como un centinela. Con la desnuda claridad de su conciencia asomada al espejo del alma. O con la tapada oscuridad de la mente confundida entre el lodo de nuestras debilidades.

…Todo Jaén contigo”.

Ese momento íntimo que cada Jiennense hace particular y único, pero que comparte, porque lo claman a gritos sus lágrimas emocionadas, la nervadura de los sentidos a flor de piel y en las más hondas esquinas de la sangre, confluyen todos los ojos en un mismo mirar y un estremecerse que no nos deja indiferentes, nos hiere el alma a son de martinete y nos funde a todos en un  mismo sentir.

Aura en Viernes Santo

Permíteme un año más,  querer estar a solas contigo, concretarte en mi interior, en el eco de un instante, en la hondura sutil de mi memoria, en la ausencia que arde de quien me enseñó a vivirte: Jaén, mi padre.

Fuera, la bulla de los adoquines se bosqueja en los cantones y Jaén te espera abriendo esponsales, mientras el sol escala las murallas del Castillo, para hacerse noche, tras su asalto. Las calles como horizontes imprecisos, escuchan las pisadas de los siglos presagiando un Réquiem de susurro eterno como adámico testigo.

Entonces, tu Jaén te colma de requiebros, de pulsos que laten suscitando un soliloquio de campanas, para cubrir la epidermis de tu nombre: Nuestro Padre Jesús Nazareno, nuestro Abuelo, y perfumar tu caminar de paradigmas inciertos.

En la bóveda intensa de la noche, el dolor difumina los perfiles, que ciñen la secreta andadura de las velas. El espíritu se enaltece en un ángelus, y se hace profundo, como un eco.

Mas, silencias tus nervaduras y armonizas cimbreando la tumefacción exhausta, curtiendo con dulzura tu dolor. Es entonces  cuando el silencio se hace lágrima en el quicio de las miradas, que abarcan corazones como baluartes, y voltean con tu marcha, el estremecimiento de los Jaeneros.

Aura de espinas.

Cuando la noche cae en recóndito vértigo horadando sutil el horizonte, eres lámpara chispeante que clausura las estrellas, en indestructible adagio.

Los recuerdos fluyen constelados y en cada latido despunta un mendrugo de remembranza.

Con mesura te acunan tus promitentes, pues eres lirio en el asfalto, Señor, esquina empedrada, negrura sempiterna de nazarenos, árbol talado cada primavera, niños aprendiéndote, abuelos despidiéndose por si otro año no vivieran, madres llorosas que te imploran por sus hijos, jóvenes vislumbrando tu abnegación, padres anhelosos de sosiego y respeto.

Eres herida en lo imposible, que bordea la vigilia de la honda plegaria. Una plenitud rezuma entre compases con un fervor suspendido en las aceras erizadas detrás de cada mirada llorosa. Y la marcha de Cebrián, que te ama con la cadencia sutil de los Jaeneros, mece los sigilos que presagian un temblor altísimo.

La ciudad consternada va tras de ti,  y todos, te miramos con amor a los ojos. Jaén te quiere, porque te sabe suyo, porque eres las sístoles de los acólitos, saeta quebrada de los callejones, cáliz de promesas, lágrimas de cofrades, pies descalzos al calor de las promesas, inagotable consuelo.

Aura de amor.

Cuando vuelves, de bandearte con las pisadas de los promitentes en los rudos adoquines, de ver arrodillarse a la Catedral a tu paso, de relatar todos los argumentos, balcones antiguos te contemplan en los ecos diáfanos de la oscuridad. Y un coro milenario te aclama, hilando el óvalo del tiempo.

En el momento en que se cierra el pórtico del Camarín, tu casa, la mañana deja sus horas despojadas colgando en los aleros. Entonces se embellece el silencio, el aura retiniana de tu esencia, cuando la ciudad sabe, cuando nos recuerdas, que tú mueres cada día por nosotros, en ella.

JAMBA

Queden pues, abiertas las puertas de nuestro corazón, porque hoy empieza esa luz que permanece. Porque Jaén va cruzar  este dintel tendiendo manos, y va a encender los cirios para aliviar el frío y a tener los brazos abiertos para derribar muros, y el espíritu sereno para hacer ese recorrido que no nos haga impasibles ante las injusticias, siendo capaces de percibir el regalo de  una nueva floración de Madrugadas  y esperanzas.

Y  como la niña que vuelve a los brazos de su madre, vuelvo yo, para ungir esa soledad llena de amor que se siente cuando tras la arcada del Camarín, te veo entrar para quedarte hasta una nueva primavera, allí donde me vuelven a brotar los versos en tu nombre,

Virgen Santísima de los Dolores

Antes de que llegue la primavera,

tus pies ya acarician las losas mudas de tu templo,

y se hacen presencia, desnudando el aire

en tu hondura de Madre.

Pero tu dolor,  vaga todo el invierno

en la soledad de los silentes olivares.

Recuerdo, muy niña,

verte venir de madrugada

adivinando la luz.

Me pellizcaste la sangre,

cuando tanto misterio no me cabía en el alma.

Venías, como una Flor de eterna primavera.

Traías la brisa de la añoranza en tu semblante

mientras el sol porfiaba en las terrazas,

en ese silencio luminoso que rompe las vigilias.

Creí al verte,

que el viento se mecía quedamente

al compás del soplo de tu gracia.

Tu finura, flor de la tristeza, primer verbo,

era una plegaria de suspiros

en medio de la desolación del alma.

Hoy sales a la calle, desempolvando siglos,

arrastrando el desgarro de tu nombre

que nos duele en cada esquina,

en cada balcón,

en cada luna inflamada,

en cada pie descalzo que te sigue,

en cada rezo,

en cada soledad detrás de las ventanas,

en cada túnica de penitencia,

en cada perfil  lloroso

que arde en la memoria de los que no están,

de los que deberían curarse.

En la promesa morada

que se arrodilla en la platea efímera de la lenta madrugada.

En la luz que se asoma por Sierra Mágina

para prenderse al rojo de tus labios,

donde tu llanto ha rociado los requiebros de los olivos

y el suelo ha sido tocado con tu pureza de nácar.

Silueteas tu candor

en los cirios que amanecen

con la fe primera del día.

Y a tu paso

el rocío del alba se te posa en la cara

y el frío se vuelve escarcha en tu manto

para enmarcar la serenidad de tu hermosura,

que avanza con tu verdad

en busca de tu hijo,

por las calles Jaeneras.

Se asoma la belleza a tu propio nombre

para encontrarse con la metáfora de la oscuridad y de la luz.

Y cuando caminas, Señora,

se arrodillan hasta los lirios.

La dulzura de tus párpados

atrapa manantiales,

en un claroscuro de arpegios

que emite un frescor de poemas.

Entreabres los ojos,

y tu última memoria está repujada

allí donde sangran las saetas.

Porque el dolor se ha ido acuñando en tus suspiros

prolongándose en eco que hilvana

el espacio y el tiempo.

Cuando la hechura del costalero

que tanto sabe de humildad y de silencio,

te mece, suave, muy suave,

miro tus ojos, Madre,  y siento

que tus ojos tienen alma;

entonces, todo cobra sentido

porque existe tu mirar, cáliz de hermosura,

viento fino que en el aire te derramas.

…Pero que guapa.

Una letanía de negros nazarenos,

esparce el incienso

en una angustia arterial,

desgajando un murmullo

hendido  en los pliegues del dolor.

Dicen que el mundo tiene los ojos cerrados,

pero a tu paso las miradas se alzan:

embriagadas por tu horizonte de rosas,

vibrantes por el tintineo de la candelería,

traspasadas por esa luz plena de Virgen Madre

y caladas por el fulgor diamantino de tus lágrimas.

Hoy la nostalgia cae

sobre el rescoldo incierto de la vida,

en el reverso de las piedras,

sobre las huellas del muro que se ensombrece

después de cada latido tuyo robado por el sol.

Y mi niñez te busca como huérfana

por las callejuelas,

en las esquinas encaladas,

en un coro de silencio de altos pájaros,

como se busca a una Madre, en los ecos de la centuria.

Déjame esta vez,

enjugar tus lágrimas,

Virgen que argentas la pena.

Y poner en tus manos,

estos versos  de amor,

que llevan tu nombre.

QUEDA DICHO