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XIX PREGÓN MADRUGADA

23 de febrero de 2018

                                                                   

No me mueve mi Dios para quererte

el cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido,

para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme en fin tu amor y en tal manera,

que aunque no hubiera cielo yo te amara

y aunque no hubiera infierno te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,

puesto que aunque lo que espero no esperara,

lo mismo que te quiero te quisiera.

Hace 6 años, el XIII Pregón Madrugada comenzaba de esta misma forma. Mi padre, pregonero de ese año, eligió este soneto de autoría desconocida para comenzar a pregonar la madrugada del año 2013; una oración breve, sencilla, pero cargada de sentimiento, de un sentimiento de amor puro y desinteresado. Una elección en la que, sin duda, tuvo mucho que ver el recuerdo de aquellas veces en las que viajábamos a Granada e íbamos a ver a la Virgen de las Angustias, en el exterior de cuya Basílica, junto a una imagen de Cristo crucificado, se encuentra esta hermosa oración; y el recuerdo de cómo mi madre nos la leía a mi hermana y a mí, aún pequeñas, y nos explicaba cómo ha de ser el amor a Dios, un amor verdadero e intenso, y cómo debíamos querer también a los demás. Volver a escucharla en boca de mi padre, aquel 2 de marzo de 2013, me hizo regresar a aquéllos años, aquellos momentos compartidos en familia que, con el paso del tiempo y con las circunstancias vividas desde entonces, se han convertido en tan importantes para mí, para hacerme ser la persona que soy hoy día. Señor, no se me ocurría una mejor manera de dirigirme a ti para comenzar hoy este Pregón…

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Saludos

Muy Ilustre Sr. D. Antonio Aranda Calvo, Capellán de la Cofradía.

Ilmo. Señor Alcalde, Presidente del Excmo. Ayuntamiento de Jaén.

Ilma Sra. Subdelegada del Gobierno de España en la Provincia.

 Sr. Teniente Coronel Jefe de la Comandancia de la Guardia Civil.

Sr. Hermano Mayor, miembros de la Junta de Gobierno y Cuerpo de Camareras de la Antigua, Insigne y Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores.

Representantes de la Comisión Permanente y del Pleno de la Agrupación de Cofradías y Hermandades de la ciudad de Jaén.

Distinguidas autoridades.

Srs. Hermanos mayores, y miembros de las Juntas de Gobierno de las Cofradías y Hermandades de la ciudad que nos acompañáis.

Un saludo especial al pregonero Madrugada del pasado año.

Hermanos y hermanas cofrades

Queridos amigos, querida familia. Buenas noches y sed todos bienvenidos.

Lo primero que quería era agradecer muy sinceramente a la Junta de Gobierno de la Antigua, Insigne y Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno y María Santísima de los Dolores, y en particular a su Hermano Mayor, D. Ricardo Cobo, el haber pensado en mí como pregonera de la Madrugada de este año 2018. Pregonar la Madrugada de Jaén, además de una grandísima responsabilidad, es un enorme honor para cualquier cofrade, para cualquier devoto de Nuestro Padre Jesús y de su Madre de los Dolores; un honor absolutamente inmerecido en mi caso y por eso mis primeras palabras no pueden ser sino de profundo agradecimiento por darme la oportunidad de estar hoy aquí, en el lugar que antes han ocupado destacadas personalidades, muy importantes para el mundo cofrade de nuestra ciudad, para nuestra Cofradía y para mí personalmente.

Gracias también a mi presentador por sus cariñosas palabras. Manolo, es un placer conocerte y ha sido un honor ser presentada por alguien de tu trayectoria profesional y tu saber cofrade. Y un sincero agradecimiento, como no, a quienes me acompañáis en este viernes de Cuaresma. Sólo espero estar a la altura de tan solemne acto y ser capaz de transmitir, si quiera una mínima parte, del sentimiento, la emoción y el honor que supone para mí encontrarme hoy aquí ante ustedes.

Y, en último lugar, quería también pedirles que me permitiesen dedicar este Pregón a mi familia. A Jesús, el mejor compañero de vida que podría haber elegido y junto a quien la lucha del día a día se hace siempre mucho más llevadera; a mis niños, Sergio y Álvaro, que son mi motor, mi alegría y quienes me enseñan cada día a valorar las cosas verdaderamente importantes de la vida; a mi hermana, mujer fuerte y decidida donde las haya, ejemplo para mí de muchas cosas, y a mis sobrinos Alberto y Laura; a mi padre, el hombre más bueno y más fuerte que conozco y por quien estoy hoy aquí. Hace ya más de once años vivimos el momento más difícil de nuestras vidas, algo para lo que nunca se está preparado y con lo que nos tocó enfrentarnos de bruces, sin aviso. Desde entonces, él ha sido para todos un ejemplo de arrojo, de fuerza, de aliento, de saber estar, aún en los peores momentos. Sin ti, papá, remontar hubiese sido muchísimo más difícil para nosotras. Sé que hoy es un día especialmente importante para ti y quería dedicarte este momento. Y también a mi madre que nos acompaña desde el cielo. Siempre estás conmigo…

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La verdad es que cuando me llegó la propuesta de pronunciar este Pregón mi primera reacción fue de absoluto asombro e incredulidad. Y es que jamás podía haber imaginado encontrarme ante una situación parecida. Asombro, incredulidad, un sincero agradecimiento por el ofrecimiento pero también una negativa inicial, no verbalizada en ese momento pero sí bastante clara para mí. Debo confesar que esa noche me costó conciliar el sueño, bueno esa noche y bastante más de las que le siguieron. Quienes me conocen de verdad saben que soy una persona reservada, tímida, poco dada a manifestar exteriormente los sentimientos. ¿Por qué habías pensado entonces en mí, Señor?

Jesús, en mi casa siempre has sido un pilar fundamental. Uno de mis recuerdos de niña es el de tu imagen, en tu altar de la Catedral cuando iba a verte con mis padres. Me llamaban la atención tus manos grandes, quizás un poco descompensadas y que yo, con la inocencia de la infancia, pensaba que te harían más fácil, por eso de ser grandes, llevar la cruz. Y recuerdo también que me gustaba tu mirada, una mirada triste, pero también tranquila, serena, llena de resignación, de perdón, de profundo amor; una mirada ante la cual es imposible que no se conmueva el alma de quien la contempla. Señor, tú has sido y eres parte de mi familia; conoces todo de mi vida, a ti acudo siempre que tengo algún problema, buscando consuelo.

Pero ¿pregonar la Madrugada? La misión me desbordaba, la verdad. Fueron muchos, como sabes, los momentos de incertidumbre, de inseguridad, de diálogo silencioso contigo, intentando tomar la decisión más acertada. Pregonar significa “publicar en voz alta una noticia o un hecho para que sea conocido por todos”. Y nuestra relación es tan personal, tan íntima, te llevo tan dentro que se me antojaba imposible poder verbalizar los sentimientos que tu sola presencia me produce; intentar buscar las palabras suficientes y adecuadas para elaborar un pregón, con la calidad y la riqueza literaria que caracteriza a estos actos; imposible adornar verbalmente mi sentir y mi pensar.

Pero mi madre siempre decía que no creía en las casualidades, que las cosas suceden por algo, que todo tiene un sentido y una finalidad y a esa idea me agarré fuerte.

Tú me has ayudado tanto, Dios mío. Me has acompañado siempre en mi vida, incluso en momentos en que la rabia, la desesperación y la desesperanza ni siquiera me dejaban ver cuánto te necesitaba. Siempre has estado ahí. Nos has ayudado tanto, me has ayudado tanto, que no podía decirte que no. Te vuelvo a pedir ayuda ahora en este cometido. Aquí estoy, Jesús.

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad; todo mi haber y mi poseer. Vos me disteis, a Vos, Señor, lo torno.

Todo es Vuestro: disponed de ello según Vuestra Voluntad. Dadme Vuestro Amor y Gracia, que éstas me bastan.

(San Ignacio de Loyola. Oración de entrega)

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Un año más Jaén se prepara para su Semana Santa, para esos días en que el Amor de Dios se hace aún más grande. De nuevo el incienso invade el aire, los actos y cultos de las distintas Cofradías y Hermandades se multiplican en este tiempo de Cuaresma, como camino de preparación para acompañar a Nuestro Señor en su Semana de Pasión. Tiempo éste de Cuaresma en que los cofrades volvemos a hacer nuestro, un año más, ese sentimiento al que se refiere Eduardo Punset cuando dice que “la felicidad se encuentra en la sala de espera de la felicidad”: la sublimación de lo que esperamos sentir, esas ganas de salir a la calle, de impregnarnos de sensaciones y emociones que nos evocan nuestras propias vivencias mezcladas con la pasión y el anhelo de vivir, de nuevo, aquello que ya hemos experimentado otras veces con sumo deleite.

Son días intensos de trabajo e ilusión, que visibilizan a la sociedad una vida cofrade que, no obstante, se desarrolla todo el año. Y es que son muchas las horas de trabajo desinteresado, de sacrificio, de renuncias personales y familiares, las que permiten que la profesión de fe, la catequesis pública sobre la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo se traslade, año tras año, a las calles de nuestra ciudad durante una semana.

Un trabajo y dedicación, insisto, desinteresados, en muchos casos, anónimos, y no siempre bien entendidos desde distintos sectores que, en ocasiones, no resultan tan alejados de nuestra fe y nuestras creencias. A menudo, se tacha a las Cofradías de quedarse en lo superfluo, en el exterior, en las formas, dejando en un segundo plano lo verdaderamente importante, el amor y el culto a nuestro Señor y a su bendita Madre. Crítica fácil ésta de quienes no conocen, o, peor aún, no quieren conocer y aceptar, qué es una Cofradía en realidad. Es cierto que nunca debe perderse la capacidad de autocrítica y que en más de una ocasión son las actitudes y comportamientos de nosotros mismos, los cofrades, los que permiten alentar esas opiniones negativas, pero, como humanos, todos tenemos errores y lo importante ha de ser –y es nuestra obligación-, tras asumirlos, esforzarnos por superarlos y mejorar.

Pero teniendo esto en cuenta, esas voces críticas “olvidan” de manera interesada la importante labor que en la Iglesia actual desempeñan las Cofradías y Hermandades. En una sociedad, cada vez más materialista, más individualista, más alejada de la fe y la espiritualidad, las cofradías son lugar de culto, de oración, de formación cristiana, de ayuda a los necesitados, de encuentro de jóvenes... ¿Acaso no es eso Iglesia? ¿Acaso no son esos valores los que instauró nuestro Señor?

La Iglesia –nos dice el Papa Francisco- posee una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, al encuentro con Cristo. La piedad popular –nos recuerda- es un tesoro que tiene la Iglesia y, vivida dentro de ella, es una senda que lleva a lo esencial; constituye una forma legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, una manera de ser evangelizadores y hay que acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar[1]. Por ello insta a las Cofradías y Hermandades a mantenerse activas en la comunidad católica, a desempeñar el papel de auténticos evangelizadores entre la fe y la cultura popular, a ser una presencia activa en la comunidad, a transmitir la fe a la gente, especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños».

«Amad a la Iglesia –nos dice a los cofrades-. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las Diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana. Sed también vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean puentes, senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad. Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia[2].

Recordando estas palabras del Santo Padre, no pueden entenderse los recelos, las reticencias, las trabas que, en muchos casos, han de sortear las Cofradías en su día a día. Somos Iglesia, tenemos la responsabilidad de demostrarlo en nuestras actitudes y en nuestras actuaciones, hemos de trabajar incansablemente por conocer mejor a Cristo, por aumentar nuestra fe, por ser ejemplo de vida cristiana y por dar testimonio del amor y de la misericordia de Dios. A esto se deben dirigir nuestros esfuerzos y no a tener que justificarnos continuamente, intentando conseguir, o no perder, un espacio dentro de la Iglesia que nos pertenece por hechos y por derecho.

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“En seguida, de madrugada, habiendo celebrado consejo los pontífices con los ancianos, y el sanedrín entero, ataron a Jesús y le llevaron y entregaron a Pilato, que le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los Judíos? Jesús le respondió: “Tú lo dices”. Como los pontífices le acusaban entonces de muchas cosas, Pilato le interrogó de nuevo. ¿No respondes nada? Mira de cuantas cosas te acusan. Pero Jesús no respondió palabra, tanto que Pilato se admiró.

En cada fiesta daba libertad a uno de los presos, el que pedían. Había entonces uno, llamado Barrabás, preso con los sublevados que en un motín habían hecho un homicidio. El pueblo que acababa de subir, comenzó a pedirle lo que él solía concederles. Pilato les dijo. ¿Queréis que os deje libre al Rey de los judíos? Pero los pontífices azuzaron al pueblo para conseguir que soltasen a Barrabás.

Pilato les habló de nuevo y les dijo: ¿Qué haré, pues, con el que llaman Rey de los judíos? Ellos gritaron otra vez: ¡Crucifícalo! Entonces Pilato, queriendo dar satisfacción a la turba, les dejó libre a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarlo, para que fuera crucificado.

Los soldados le condujeron dentro del palacio, le vistieron un manto de púrpura y le pusieron una corona que tejieron de espinas, y comenzaron a saludarle: “Salve, Rey de los Judíos”. Y le golpeaban además la cabeza con una caña, le escupían y le hacían reverencia doblando las rodillas. Después que se mofaron del Él, le desnudaron el manto de púrpura, le vistieron con sus ropas y le sacaron para crucificarle”.

(Marcos 15, 1-20)

Pregonar la Madrugada de Jaén es un cometido muy complicado. Es el momento en que Jaén se reencuentra con su Señor en las calles. Y resulta difícil ponerle palabras a los sentimientos, no sólo los personales, sino los de tanta gente… Intentar expresar la multitud de emociones que se engloban en ella resulta casi imposible, porque hay muchas Madrugadas. Para cada persona que esa noche decide acompañarte, Señor, en tu camino al Calvario por las calles de Jaén, la Madrugada significa algo diferente: devoción, agradecimiento, oración, súplica, penitencia… Y en todos esos sentimientos estás TÚ ¿Cómo expresar algo que se lleva tan dentro? ¿Cómo ponerle palabras al sentir de un pueblo, de una ciudad para quien eres tanto, para quien eres TODO?

Son muchos los recuerdos de la Madrugada de mi infancia: las interminables filas de negros nazarenos alumbrando tu camino; el olor a incienso; el tintineo de las tulipas que adornaban tu trono, envolviéndolo en un haz de luz; aquel señor –Juan Castro López- que cada año venía desde Barcelona para acompañarte, perfumando tu camino con su colonia, como si fuese el más preciado de los perfumes; los toques de corneta que te entonaba en Tribuna ese antiguo capitán de los soldados romanos a quien el paso de los años iba restando poco a poco fuerza, pero ni una pizca de sentimiento, fe y devoción; las saetas de Charo López, amiga y compañera de mis padres en sus años de juventud en Tejidos Gangas, los “viva el Abuelo” que, de manera incesante, te acompañaban todo el camino; la lluvia de pétalos en “lo alto de la Carrera”, donde siempre veíamos la procesión; las velas y cirios gastados por el paso de las horas; las túnicas llenas de gotas de cera; los pies descalzos de las promesas, doloridos y entumecidos por el frío… Muchos recuerdos, recuerdos de mi infancia que, lejos de ir diluyéndose en mi memoria, se han mantenido presentes con el paso de los años, adquiriendo un significado mucho más intenso, mucho más profundo.

Y todos estos recuerdos de mi niñez van ligados a mi padre. Todos los años -hasta veintidós fueron- él iba a ayudarte a llevar tu pesada cruz, como promitente. La mañana del Viernes Santo era un ritual en mi casa: mi madre siempre nos levantaba temprano para ir a verte. Y cuando a mi padre le tocaba uno de los turnos de mañana íbamos las tres a recogerlo cuando terminaba. Recuerdo cómo me gustaba cuando salía de debajo del trono, con su toalla, cansado, con las espalda y los hombros doloridos, pero satisfecho de haber podido cumplir otro año más su cita contigo; cómo, visto desde los ojos de una niña, me sorprendía la gran cantidad de hombres que portaban tu majestuoso trono, intentando aliviar la pesada carga de tu cruz y hacerte más llevadero el camino; cómo te rezaban y te mecían una y otra vez intentando alargar un poquito más el tiempo antes de dejar paso al siguiente turno; y cómo me impresionaba que, después del esfuerzo realizado, las caras de quienes iban saliendo de debajo del trono apenas reflejaban cansancio, sino alegría y profunda emoción por el deber cumplido otro año más.

Yo quería ser uno de esos promitentes. Y es que aún hoy día no llego siquiera a imaginar qué deben sentir tus promitentes cuando te llevan sobre sus hombros Debe ser una sensación, un sentimiento imposible siquiera de imaginar para quienes no lo hemos vivido. Ser tus pies, ayudarte con el peso de tu cruz, compartir contigo esos momentos íntimos de fe, de plegaria, de oración, de confidencias, solos, Tú y ellos; ser tus cirineos…

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“Cuando le conducían, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y lo cargaron con la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Lo acompañaba una gran muchedumbre del pueblo, y también mujeres, las cuales iban llorando y lamentándose por Él” (Lucas, 23, 26-27).

Imagino a Simón regresando de sus campos, apresurando el paso entre atajos y callejas, cuando, al doblar una esquina, se encuentra de pronto con una vía –a la que más tarde llamarán “Dolorosa”- cortada por la comitiva que conduce al suplicio a unos reos. En la calle se agolpa una muchedumbre excitada que pugna por ver de cerca el paso de los condenados. Son tres. Van a ser crucificados. Uno de ellos es el Nazareno, que acaba de caer al suelo bajo el peso de la cruz. “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”, reza la sentencia que le condena. Intenta incorporarse sobre las desgastadas losas y cargar de nuevo el madero, pero no puede, se derrumba de nuevo, agotado por la tortura física y el sufrimiento moral tras una noche atroz.

De pronto, el militar que dirige la comitiva señala a Simón y le grita. “¡Tú eres fuerte, cargadle la cruz!”. Él, con paso tambaleante, se acerca y aprieta fuerte sus brazos sobre la cruz, porque sabe que Tú ya no puede más; y te sigue de cerca, Jesús, con cuidado de no rozar con los extremos del madero las llagas de tu espalda, desgarrada. ¡Cuántos sentimientos se agolparían en aquel humilde campesino al encontrarse junto a Ti! ¿Qué sentiría cuando su mirada se cruzase con la tuya, Señor? Segura estoy que ese simple gesto, esa mirada de Dios hecho hombre bastó para darle la fuerza y el coraje necesario para llevar aquélla cruz con valentía.

¡Cuántas cruces se presentan en la vida! Cómo nos cuesta, a veces, cargar con ellas: accidentes, enfermedades, traiciones, fracasos, odios, envidias… A menudo nos fallan las fuerzas, nos vemos sobrepasados por el peso del dolor y la desesperanza. ¿Cómo podemos afrontar nuestras “cruces”? Cargar con ellas siempre es difícil,; nuestra naturaleza humana se rebela y, en ocasiones, esas experiencias negativas incluso nos alejan de Ti. Pero ahí estás Tú: es tu ejemplo el que nos ha de servir de guía frente a los reveses de la vida. “Todas las cruces son flores/si las sabemos llevar/Si os agobian soportadlas/que Jesús os sostendrá”, dicen los hermosos versos de Almendros Aguilar que aparecen en la inscripción de tu cruz.

Y es que Tú continuaste amando a pesar del odio, Tú te compadeciste de los demás encontrándote a un paso de la muerte, cuando cargado con tu cruz, viste llorar a esas mujeres camino del Calvario[3]; Tú fuiste capaz de perdonar en tu último aliento[4].

Cuando la vida golpea fuerte a veces nos cuesta un tiempo darnos cuenta de todo esto, por propia experiencia lo sé. No es fácil, no somos tan fuertes como Tú, el dolor y la rabia nos sobrepasan, nuestra propia debilidad nos ciega, nos impide ver más allá, y eso hace que nos rebelemos contra todos y contra todo. Pero Tú siempre estás ahí, Señor, esperándonos, para ayudarnos a sobrellevar las dificultades. “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11, 28-30), nos dices. Como hizo Simón contigo, nos ayudas a cargar el peso de nuestras cruces por esa “vía dolorosa” en que, en algunos momentos, se convierte la vida y tu mirada se transforma en la fuerza y el aliento necesario para seguir. Siempre he pensado que debe ser muy difícil la vida para quienes no creen en nada (o piensan que no creen en nada, porque, en mi opinión, siempre se cree en algo). Esas personas que se identifican así mismas como “ateas” o “agnósticas”, esas personas que se rigen exclusivamente por la razón, por lo empírico, lo deben tener mucho más difícil; creo que su vida debe ser mucho más difícil, porque tú, Dios mío, con el nombre que cada religión te dé, eres consuelo y refugio, fuerza frente a las dificultades, aliento en los momentos difíciles. ¿Qué haríamos sin Ti?, ¿qué haría yo sin Ti cuando la vida se pone cuesta arriba?

Pero también nosotros hemos de ser cirineos en nuestro día a día y no mirar para otro lado ante las dificultades y problemas de los demás. La sociedad actual está cada vez más alejada del amor al prójimo. Cada vez somos más insensibles frente a la realidad que nos rodea. La consecución de los deseos e intereses individuales se convierte en objetivo prioritario, exclusivo en muchos casos, en nuestro día a día y asistimos, impasibles, a la continua normalización de la pobreza, la desesperanza, la persecución, el odio, la violencia, la guerra, las injusticias. No nos interesa mirar más allá a un panorama que altera nuestra” zona de confort” y continuamente buscamos excusas, intentando delegar en otros una responsabilidad que ha de ser compartida, que es de todos. Todos somos responsables de conseguir una sociedad más justa y todos hemos de trabajar y esforzarnos por alcanzarla. No se puede entender el amor a Dios sin el amor a los demás. Eso no es amor, sino una interpretación parcial, interesada y egoísta del mandato que Tú nos diste: “Amad a Dios sobre todas las cosas y a vuestros hermanos como a vosotros mismos”.

Como cristianos, como cofrades, como gente de bien, hemos, pues, ser cirineos en nuestra vida: para quienes carecen de lo básico para cubrir sus necesidades y las de sus familias en un mundo en el que hay recursos para todos, pero no interesa que se repartan de manera equitativa; para quienes se encuentran solos y desamparados, porque no hay peor soledad que la que la que se vive entre el gentío; para los inmigrantes y refugiados, que han dejado sus familias, sus casas, sus raíces, con la esperanza de conseguir una vida mejor y que se encuentran con una realidad muy distinta cuando llegan a nuestro, mal llamado, “primer mundo” al mundo “civilizado” (¡curioso término éste con lo poco que tiene de civilizado muchas veces!); para las víctimas de cualquier tipo de violencia (guerras, torturas, maltrato, violencia de género…); cirineos para los enfermos; para quienes han perdido la esperanza; para quienes necesitan una mano amiga que les ofrezca consuelo, o simplemente, compañía; para nuestros mayores; para nuestros niños…

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Con el paso de los años, la Madrugada adquirió una nueva dimensión para mí. Ya un poco mayor, la noche del Jueves Santo era de encuentro con los amigos para, todos juntos, ir a la Plaza de Santa María a ver salir la procesión. Quedábamos muy pronto, para encontrar buen sitio. Entre charlas sobre cómo iba la Semana Santa, matábamos el tiempo esperando que llegase la hora de ver abrirse la puerta del Perdón y, entre aplausos, aclamaciones y vítores, empezar a salir el cortejo. La alegría estallaba en el ambiente cuando, tras la intensa y preciosa lluvia de pétalos, se atisbaba tu presencia y, entre, la verdad, algún que otro desvarío que nunca entenderé, poco a poco, esa alegría se iba transformando en una profunda emoción que embargaba a las miles de almas que, un año más, esperábamos tu salida. Las largas filas de nazarenos comenzaban a formarse, sonaban las primeras notas de la marcha del Maestro Cebrián, banda sonora de nuestra Madrugada, y la procesión se disponía a recorrer otro año más las calles de tu Jaén.

Cuando, después de salir San Juan, la Catedral se cerraba hasta la salida de nuestra bendita Madre y la abarrotada plaza se iba despejando de gente, nosotros comenzábamos a seguir tu camino para verte de nuevo, intentando buscar el lugar más tranquilo, más íntimo, hasta el momento en que, al amanecer, nos dábamos cuenta de que tu cara parecía más cansada por el paso de las horas, como si la cruz se fuese haciendo más pesada; como si, para aliviarnos, fueses cargando con el peso de todas las cruces de quienes, a lo largo del trayecto, te íbamos pidiendo ayuda y fuerza frente a las dificultades de nuestras vidas.

Y en ese camino esperábamos impacientes, también, el momento del encuentro con tu Madre. Confieso que para mí todos los años ese momento era y es especial. Y es que en mi familia siempre hemos sentido una profunda devoción mariana. Mi madre nos decía desde pequeñas: “cuando estéis preocupadas, cuando necesitéis algo, pedidle a la Virgen, que el Señor escucha a su Madre, que Ella conoce el camino para llegar al Él e intercede por nosotros”. El amor a María me fue transmitido desde muy temprano y yo misma he ido experimentando lo grande que es tenerla como cobijo en mi vida.

Siempre, como digo, me ha gustado especialmente ese momento de la Madrugada en que, en el camino hacia el Calvario, Tú, Señor, te encontrabas con Ella. Pero, ¿sabes? desde que tuve a mis niños he de confesar que cambió mi manera de ver “el Encuentro”. Me resulta imposible imaginar lo que tuvo que sufrir tu Madre cuando, informada de tu condena a muerte, salió en tu busca por las calles de Jerusalén; se me encoje el corazón al pensar cómo sería ese instante en que tus ojos y los suyos se encontraron. Si las piadosas mujeres lloraban desconsoladamente, qué pudo sentir María al verte en ese estado: torturado, humillado por quienes, apenas unos días antes te aclamaban por esas mismas calles, cargado con la cruz, coronado de espinas camino de la muerte. Tú, que no habías hecho nada malo, Tú que sólo habías ido transmitiendo amor y paz, como camino de salvación, curando a los enfermos, devolviendo la vista a los ciegos, acogiendo a los rechazados, volviendo a la vida a quienes ya la habían perdido. ¡Qué inmenso dolor el de ese corazón de madre, roto, desagarrado al ver así al Amor de su alma!.

Mayor dolor que tú tienes

Nadie lo tuvo, Señora.

Con qué amargura tu vienes,

Que está llorando la aurora

Lagrimitas de claveles

(Francisco Moreno Calvache)

Desde el primer momento María aceptó la voluntad de Dios. “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1, 38), le dijo al ángel. Ella sabía quién era su Hijo y cuál era su misión; conocía la profecía que le dijo el anciano Simeón: “A ti una espada te atravesará el alma” (Lucas 2, 35) y asumió la responsabilidad. Pero ¿tanto sufrimiento?, ¿tanta impotencia?, ¿ese dolor tan inmenso? Es absolutamente imposible de imaginar para quien no haya tenido la desgracia de sufrir la pérdida de un hijo. Si es sólo cuando enferman, cuando tienen algún problema y la angustia nos invade, y quisiéramos cambiarnos por ellos y poder aliviarlos ¿Qué se puede sentir al intentar imaginarse en una situación parecida? Mil veces hubiese preferido María ser tratada como su Hijo, y aún peor, y ser crucificada, con tal de que Él no lo fuese. Hubiese preferido morir con él, antes de vivir con su ausencia.

Jesús, todos intentamos consolarla cada Viernes Santo. Sus camareras la visten con primor; la adornan con el perfume de preciosas flores, la envuelven en aromas de cera y de incienso; y sus promitentes le gritan ¡guapa! y la llevan despacio, para que no se apague la candelería que ilumina su camino, no vaya a perder tu rastro, y la acarician con las suaves mecidas de su trono; y, al verla pasar, le decimos que la queremos, que no llore más, que no está sola, que somos sus hijos y que la vamos a acompañar y a consolar y a cuidar, como hizo Juan. Pero todo es en balde, no hay consuelo posible para Ella. Nada puede mitigar su angustia y su pena al verte, Señor.

Madre mía

Que no levanten tu paso,

que quiero ver bien tu cara,

y reflejarme en tus ojos,

y me destellen el alma

tus candeleros lucientes

brillando de cera blanca

Cuánto sufrirías Tú también, Jesús, de ver así a tu Madre, a la única persona que comprendía tu sacrificio, a quien te amaba y a quien amabas más que a ninguna otra en el mundo. Seguro que te hubiese gustado poder detenerte, siquiera un segundo, para consolarla, para limpiar sus lágrimas, pero no te lo permitieron. Ninguno de los dos pudisteis articular palabra al veros, pero un instante, una simple mirada bastó, seguro, para deciros todo cuanto queríais. No será hasta la cruz cuando volváis a encontraros, y ahí, en medio del dolor más inmenso que la naturaleza humana es capaz de soportar, sí le dirigirás unas palabras breves, pero cargadas de significado, cuando nos la entregues como Madre. Sólo su fe pudo sostenerla a pie de la cruz, frente al dolor profundo, frente a la oscuridad que cubrió la tierra en el momento de la muerte de su Hijo.

¡Cuánto falta nos hace en la vida el consuelo de una madre! María lo sabía y, pese al dolor y el sufrimiento extremo que le produjo verte camino a la muerte, no dudó un instante en salir a buscarte, a intentar reconfortarte, aunque fuese sólo un momento, con su presencia, con su mirada. Y seguro que lo hizo. Su entrega, su humildad, su fuerza, y su esperanza, aún en los momentos más difíciles, han de ser ejemplo para todos nosotros; ejemplo para querer de verdad, para ser sencillos, sin las complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros, para enfrentar los problemas y las dificultades que se presentan en la vida. Decía San Pío X que no hay camino más fácil y seguro para llegar a Cristo que María. A Ti acudimos y en Ti confiamos, Virgen Santísima, seguros de que, como Madre, siempre vas a estar ahí, acompañándonos en nuestro camino de la vida y dándonos el aliento necesario para sortear los problemas y dificultades que se van presentando.

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Con el paso de los años me di cuenta que necesitaba vivir la Madrugada de otra forma y comencé a participar en la procesión: como nazarena, como fiscal de orden, ayudando a organizar los turnos de promitentes de la Verónica, como hermana de luz, como promesa. Una visión distinta y preciosa de tu camino por nuestra ciudad, Señor, porque me permitió comprobar, más cerca aún, lo que significas para tanta y tanta gente. Y es que vivir la Madrugada desde dentro es diferente. Pese al bullicio, al gentío exterior, alumbrar tu camino como hermano de luz, como nazareno de vela, resulta una experiencia tan íntima, tan intensa, tan repleta de recogimiento, de oración…

Decía Antonio Machado que “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. Y es indescriptible lo que se percibe, lo que se siente tras el anonimato que proporciona el caperuz: las miradas, las plegarías, los sentimientos, los ruegos, oraciones sin palabras pero absolutamente ensordecedoras, lo puedo asegurar, de miles de almas que te esperan, año tras año. Escuchas las voces desgarradas de quienes cantando te rezan, oraciones sencillas que salen del alma y que llegan al alma. Y ves las miradas del resto de nazarenos, incapaces muchas veces de contener las lágrimas cuando tienen la oportunidad de pasar a tu lado a lo largo del recorrido. Y ves las caras de tus promitentes cuando te están esperando en el lugar previamente fijado para ayudarte a llevar la cruz y ven acercarse tu trono; y cuando, al terminar, con su clavel en la mano, te miran por última vez, despidiéndose hasta el año que viene y pidiéndote que les permitas volver a ser tus pies. Y vas viendo a tantas y tantas personas, cada una con sus circunstancias, con su manera de ser y de entender. Ves a las familias, a los niños agarrados de las manos de sus padres, a los grupos de jóvenes que te recuerdan a ti años atrás, a las personas con discapacidad, a la gente mayor que ya vivió otras semanas santas pero siguen buscando en ésta las explicaciones a las preguntas de la vida... Y a nadie deja indiferente tu presencia; en silencio los ves, con lágrimas en los ojos, emocionados sin pudor porque no saben que los miras, porque en ese momento nada hay más que Tú, sólo pueden mirarte a Ti.

Y es que contigo no hay ideologías, no hay distinción de clases sociales, de orígenes, de profesiones o de cargos. Has recibido las más altas distinciones de nuestra bella ciudad de luz, llevas contigo las espigas, símbolo de los labradores giennenses, las llaves de Jaén, la medalla de oro, pero nada es comparable, ningún reconocimiento puede hacer justicia a lo que significas, a los sentimientos que despiertas, al amor incondicional de un pueblo, de tu pueblo.

En esta etapa tuve la oportunidad también de comprobar lo complicado que resulta organizar la procesión. Si se trata de una tarea difícil en todas las cofradías, en ésta la dificultad es mucho mayor. A menudo se critica, con más razón unas veces, con menos otras, la falta de orden, los retrasos, el escaso lucimiento del cortejo… El problema no es que existan esas críticas, que, insisto, en ocasiones están fundamentadas, sino la intención de quienes las vierten, que, muchas veces no es, como debería ser, la de contribuir a ofrecer alternativas para mejorar, sino simplemente el daño gratuito, sin preocuparse siquiera por conocer la Cofradía, sus características y sus peculiaridades.

Entre todos hemos de esforzarnos por dignificarte, Señor, también en la calle. Incansablemente los distintos responsables de la Cofradía repiten, año tras año, la necesidad de vestir de manera digna el traje de estatutos, de mantener el respeto y el decoro durante todo el recorrido, de respetar las instrucciones de los encargados de la organización, tarea ésta no siempre sencilla, y lo digo por propia experiencia porque, incluso, hace años llegué a ver y a sufrir agresiones físicas por parte de los propios nazarenos cuando te dirigías a ellos para intentar organizar el tramo que te correspondía en tu labor de fiscal.

Hace ya, como digo, varios años de esto y cierto es que, aunque poco a poco, afortunadamente se va avanzando en el objetivo de transmitir la idea de que mantener el respeto y el orden durante la procesión no tiene otro sentido que dignificarte a Ti y a tu Madre. Es responsabilidad de todos (tanto los de dentro como los de fuera de los órganos de gobierno de la Cofradía) no conformarnos con el argumento de que no es posible hacer nada más, que “la procesión de Jesús” es así. Tu procesión son fabricanos, tronos, turnos, promitentes, miles de nazarenos, promesas, personas que te alumbran; señas de identidad de nuestra Madrugada, señas de nuestra identidad cofrade, a la que no debemos renunciar sólo por el simple hecho de pensar que todo lo que viene de otros lugares es mejor. Pero esto tampoco debe significar estar cerrado a mejorar, a buscar instrumentos para corregir errores, a seguir trabajando para que el cortejo luzca como merece, como Tú mereces, por las calles de nuestra ciudad.

Y, sobre todo, no se entiende que haya quienes, en defensa de una mal entendida tradición, se empeñen en poner trabas, incluso desde dentro, con el único objetivo de dañar a quienes, en cada momento, asumen la difícil responsabilidad de encontrarse al frente de la Cofradía. Siempre hay que hacer las cosas desde el respeto y el diálogo. Cualquier otra forma deslegitima la mucha o poca razón que pueda tenerse. Y a veces, parece olvidarse que lo importante, más allá de marchas, de enseres, de bandas, de formas de llevar un paso, eres Tú, que Tú estás por encima de todas esas cosas y que el objetivo común (el de los de dentro y el de los de fuera) no puede ser otro que el de glorificarte, dando realce y solemnidad a tu salida por las calles de Jaén y dejando a un lado cuestiones o intereses personales que generen una fuente de conflicto entre hermanos.

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Entre todas mis Madrugadas, la de 2007 fue la más difícil. Pocos meses antes habíamos perdido a mi madre. Ese año la Semana Santa estuvo pasada por agua y también la Madrugada. Nunca olvidaré las horas previas a la prevista para tu salida en la Catedral, pendientes del tiempo. Hasta entonces, esos momentos todos los años los habíamos vivido los cuatro juntos, pero ese año ya no estaba ella. Aun conociendo las malas previsiones meteorológicas, el ambiente en las naves catedralicias era el mismo de siempre: los cuatro tronos perfectamente preparados, los nervios a flor de piel, todo el mundo -promitentes; promesas; servicios de paso…- ocupando su lugar y los encargados de la organización esforzándose por tener todo listo para el momento de la salida. El ritual se repetía, como todos los años, pero yo no lo sentía igual. Sólo recuerdo confusión, silencio y una profunda tristeza, no paliada aun lo más mínimo por el escaso tiempo transcurrido. Fue un momento especialmente duro, muy difícil para nosotros, pero con el paso del tiempo me he dado cuenta que también fue reconfortante. Me resulta imposible olvidar el trayecto hasta la Puerta del Perdón delante de tu trono junto a mi padre y mi hermana, cuando la Junta de Gobierno, ante la imposibilidad de que la procesión saliese a la calle, decidió llevarte allí para que las miles de personas que te esperaban bajo la lluvia pudiesen verte. En esos momentos de profunda tristeza y de desesperación te sentimos, te sentí, más cerca que nunca, como si quisieses cargar sobre tu cruz parte del peso de la nuestra, intentando aliviarnos, siquiera un poco. Siempre te estaré agradecida, Jesús, a Ti y a tu Cofradía, porque en esos momentos fuisteis refugio y consuelo para mi padre, convirtiéndoos en uno de sus principales apoyos; entre todos fuisteis sus cirineos, ayudándole a llevar esa pesada cruz que nos deparó la vida. Y nunca podré agradecéroslo lo suficiente.

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A partir de ese momento, mis Madrugadas se siguen sucediendo año tras año, manteniéndose siempre como uno de los momentos destacados de nuestra vida como familia. Y ya no es una, sino tres las túnicas nazarenas que todas las Semanas Santas están preparadas en casa, esperando el momento de tu salida para acompañarte por las calles de Jaén. Desde el año 2009, ya desde tu casa, desde tu Santuario, desde tu Camarín, donde, por fin, pudiste volver en una gélida tarde de noviembre, otro de los momentos que, quienes te queremos, siempre tendremos grabado en nuestra mente y en nuestro corazón y que culminaba un largo y complejo proceso, dando satisfacción a un deseo común, muchos años añorado. Aunque ojalá no esté lejos el día en que, aunando voluntades, podamos volver a verte por las naves de nuestro Templo Mayor, a Ti, Jesús de la Salud, Jesús Salvador en su Santa Cena, Jesús orando en el Huerto, Jesús de la Piedad; a Ti, Jesús de la Caridad, Jesús Despojado, Cristo de las Misericordias; Divino Maestro, Jesús de la Caída, de la Clemencia, de la Humildad; Jesús Cautivo, Señor del Perdón y del Amor, Cristo de la Buena Muerte y descendido de la cruz; Jesús Preso, Cristo de la Vera Cruz, de la Expiración; Gran Poder; Cristo del Calvario, Muerto en el Sepulcro y Yacente; Jesús Resucitado, Nuestro Padre Jesús Nazareno. Ojalá podamos verte pronto, a Ti y a tu Madre, haciendo verdadera Estación de Penitencia en Jaén.

Van pasando los años, y con ellos mis Madrugadas, y te aseguro que soy incapaz de expresar con palabras la emoción que siento cuando veo a mis hijos, junto a su abuelo, acompañarte, Señor, hasta tu casa las mañanas del Viernes Santo, porque sé que esa imagen refleja mucho más que una tradición, es algo que une, identifica y enlaza a los miembros de mi familia con tal fuerza que nunca se romperá.

Ahora soy yo quien les intento explicar a ellos lo que, no hace tanto, me explicaba a mí mi madre. Y les hablo de la Casería de Jesús, del anciano que llegó pidiendo cobijo y que, al entrar, se fijó en aquel trozo de madera con el que saldría “un buen nazareno”; y de la leyenda de tu origen divino, porque ¿cómo puede ser obra humana ese cuerpo, roto por el dolor, esa pena que inunda tu rostro, y esa mirada…? ¿Cómo puede venir de la mano del hombre esa multitud de sentimientos y emociones que desprende tu presencia, ese infinito amor que repartes, esa paz que irradias al mirarte?

Y les hablo de Santa Marcela, de la Verónica, esa mujer valiente que, según la tradición, abriéndose paso entre la guardia romana, se acercó a Ti, en la Vía Dolorosa, para enjugar tu magullado y ensangrentado rostro. Esa preciosa imagen que todas las Madrugadas te precede en tu caminar por nuestra ciudad, intentando explicarnos lo que te han hecho, el castigo brutal que injustamente te han infligido, que vienes cargado con un madero que tus escasas fuerzas apenas te permiten sostener y que van a darte muerte como al peor de los malhechores, a Ti, que no has hecho sino el bien. Y nos muestra el lienzo donde ha quedado impreso tu Santo Rostro, permitiendo, así, que Jaén conserve el más preciado y divino tesoro que puede tenerse.

Y les hablo también de San Juan, el más joven de tus apóstoles, tu discípulo querido, el único que se atrevió a acompañarte en tu camino al Calvario; el único que permaneció a tu lado, que no te abandonó cuando todos los demás, presos de un sentimiento tan humano como el miedo, te dejaron solo; el único que acompañó a María hasta el pie de la Cruz, dándole consuelo, y asumiendo el sublime encargo que Tú le encomendaste, acogerla y cuidarla como Madre, y Ella a él como hijo. Juan ha de ser ejemplo para todos nosotros, en especial para los jóvenes cofrades. Ejemplo de amor y fidelidad a Dios, incluso cuando las circunstancias son adversas. En una sociedad incapaz muchas veces de admirar la belleza intangible de lo espiritual; en una época como la actual en que la manifestación pública de la fe no termina de estar bien vista en determinados ámbitos, como Juan no hemos de tener miedo de seguir a Cristo, de mantenernos a su lado, de dar testimonio de nuestras creencias, pese a que eso suponga, en ocasiones incluso, y aunque parezca mentira a estas alturas, tener que hacer frente a la incomprensión de nuestro entorno.

Más allá de las circunstancias que puedan acontecer, fruto de las modas y de las veleidades que, por desgracia, afectan también al mundo cofrade de nuestra ciudad, Juan siempre permanecerá junto a Ti, Señor, todos los Viernes Santos, como discípulo fiel, siguiéndote en tu camino al Calvario.

También hablo a mis hijos del enorme sacrificio que realizan las promesas que, cargadas con su cruz, siguen tus pasos y te rezan en silencio, para pedirte ayuda ante la adversidad o como agradecimiento por un favor recibido; de las bolsas de caridad, símbolo de la importante labor que desarrollan nuestras cofradías con las personas necesitadas; y de los pétalos y las saetas, profundo sentimiento de quien te reza cantando, para implorarte y glorificarte, porque la oración, si es cantada, te llega más pronto; y de la preciosa cara de niña de nuestra Virgen de los Dolores, de las lágrimas de cristal que caen por sus mejillas y que nos rompen el alma, de su rosario, de su corazón traspasado de dolor, de cómo, desolada, en silencio sigue a su Hijo hasta el final.

Y les explico que, cuando, tras la larga Madrugada, la procesión se encierra a mediodía del Viernes Santo, un grupo de cofrades intentan acercarte un poquito más a quienes, por motivos de salud, no han podido salir a verte por las calles, y llevan tus claveles a los hospitales, para que sean compañía, esperanza y consuelo en el dolor y en el sufrimiento para quienes se encuentran enfermos.

Intento transmitirles también que la Cofradía –las cofradías- no sólo son Cuaresma o Semana Santa, no sólo son procesiones, viacrucis, besamanos, conciertos o pregones, sino que la vida cristiana del cofrade debe desarrollarse durante todo el año. Que las Cofradías y Hermandades necesitan de un montón de mujeres y hombres comprometidos que dejan de pensar en el yo para trabajar en un nosotros y que, de manera desinteresada, desempeñan una labor constante, discreta, desconocida por muchos, ignorada por otros y no suficientemente valorada, pero de gran importancia en la sociedad actual y en nuestro entorno más cercano. Que es imprescindible, para entender esto, que exista una adecuada formación cofrade, una formación en valores, una formación que nos enseñe el auténtico significado de tu Mensaje y su adaptación al mundo actual y que nos permita desarrollar un verdadero sentido de Hermandad. La formación ha de ser una prioridad en las Cofradías, porque lo que mejor se conoce más se ama y porque sin ella corremos el riesgo de quedarnos en lo estético que, si bien no es malo cuando se hace con la finalidad de alabarte y glorificarte, por sí sólo no basta y no puede hacernos olvidar lo verdaderamente importante.

Y les digo que en esa labor diaria de las Cofradías ha de ocupar un papel particularmente destacado la ayuda a quienes lo necesitan.

“Te vi pasar y no te conocí,

Pasabas disfrazado de mendigo.

Fue de mi distracción duro castigo

No haberte en aquel pobre visto a ti.

¡Ya tantas veces me ha ocurrido así!

¡Te he llegado a tomar por enemigo…!

Sólo después, por reflexión, consigo

Darme cuenta de que has venido a mí.

¡Porque sueles venir tan disfrazado…!

¡Sueles, Señor, venir tan escondido!

Un superior que manda, un desgraciado

Que pide, un necio que nos ha ofendido…!

¡Y al darme cuenta, al fin, de que has pasado

Salgo tras de Ti, corriendo, y ya te has ido”.

(Fray Albino González Menéndez-Reigada)

No tiene sentido pretender alabarte y glorificarte, no tiene sentido preparar con primor tu salida procesional, los pasos, las flores, las bandas… si no nos preocupamos de quienes tenemos cerca. Tú no querrías eso, porque ya nos lo dijiste: “Cuando lo hicisteis con uno de mis hermanos, a mí me lo hicisteis” (Mateo, 25, 40). Nuestra prioridad, como cristianos y como cofrades, ha de ser estar junto a quien lo necesita. Nunca es suficiente cuando se trata de ayudar a los más desfavorecidos y también en eso hemos de esforzarnos, día a día, por ser ejemplo ante a la sociedad.

Y les explico también que todos somos hermanos, y que esa hermosa palabra, ese vínculo, ese sentimiento ha de adquirir una mayor dimensión, si cabe, en una cofradía, porque no pueden entenderse las envidias, las zancadillas, los recelos entre quienes, como hijos del mismo Padre, deciden unirse para darte culto y alabanza. Actitudes éstas que tanto nos alejan de Ti y que son fruto, en la mayoría de los casos, de intereses particulares que nunca habrían de anteponerse sobre el fin común, que no puede ser otro que el amor a Dios y a su bendita Madre. Las debilidades humanas y los desencuentros son normales en cualquier ámbito de convivencia, pero también lo ha de ser el arrepentimiento sincero y el perdón, perdón entre hermanos y perdón que Tú, en tu infinita misericordia, siempre estás dispuesto a concedernos, como perdonaste a quienes siendo tus elegidos, los más cercanos, te abandonaron en tu pasión, como perdonaste a quienes te condenaron, te torturaron y te dieron muerte de cruz.

Las cofradías han de ser, pues, espacio de acogida, de encuentro, de cercanía, de convivencia fraterna. Para ello han de adaptarse necesariamente a los nuevos tiempos, a las nuevas realidades y demandas sociales, permitiendo que toda persona que se acerque a ellas pueda sentirse integrada, se sienta partícipe y protagonista en la misión común de glorificarte y de dar ejemplo y testimonio público de tu Mensaje.  

Y sobre todo intento transmitirle a mis hijos el amor por Ti, Jesús, y por tu Madre, de la misma forma, con la misma intensidad y con la misma sinceridad con la que mis padres nos lo transmitieron a nosotras. Que la Madrugada se vive todo el año; que estás en tu casa, esperándonos, dispuesto a recibirnos y a escucharnos siempre; que eres Padre, confidente, compañero en los buenos y malos momentos y que nunca nos abandonas, por cuesta arriba que se ponga la vida.

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Sentada ante un cuaderno terminado,

vaciada y completada en tu oración,

a Ti, Señor, te honro y te pregono

humildemente y sólo con amor.

No hay más que sentimiento y tradición,

sólo emoción, recuerdos y experiencias

que, ya en temprana edad, en mi familia

arraigan dentro y fuerte, y son creencias.

Creo en Ti, mi Dios, y en Ti, mi Madre Santa,

me conmueve el dolor sin un pecado

que cargas Tú en tu cruz para salvarnos,

que sufres, Madre, en llanto desolado.

De dentro nacen hoy estas palabras,

mirándote con ojos de fervor,

sin más adorno que el amor profundo,

sin más reclamo que mi devoción.

Padre mío, ejemplo en nuestras vidas,

Nazareno entregado a tu pasión,

esta noche mi voz a ti se brinda:

Jesús de los Descalzos, BENDÍCENOS.

Ya voy terminando, Señor. La misión que me habías encomendado hoy ha llegado a su fin. Sólo quiero, para terminar, darte las gracias.

Gracias, Jesús, por haberme dado la oportunidad de estar hoy aquí, hablado de mis recuerdos, de mis vivencias y mis sentimientos, y hablando de Ti. Siempre guardaré esta experiencia en mi corazón,

Gracias por tantas cosas como me has dado: por la familia en la que nací y por la que he formado; por mis verdaderos amigos; por tener un trabajo suficiente para poder vivir con dignidad; por tener salud para poder enfrentar la vida. Gracias también por las cosas que he aprendido de los momentos duros y difíciles, porque me han hecho ser más fuerte, conocerme mejor y conocerte mejor también a Ti.

Gracias por la fe, fuerza y asidero, sobre todo en los momentos difíciles. Porque más allá de la muerte, del dolor, de la aflicción, nos estarás esperando, con los brazos abiertos, como un Padre a sus hijos, para compartir contigo la gloria de tu Reino, donde ya no habrá más oscuridad.

Gracias por acompañarnos, por protegernos y cuidarnos, por estar siempre con nosotros. Por habernos dado tanto.

Y quiero también, Señor, pedirte ayuda. Ayuda para saber hacer frente a las dificultades que se nos presenten en nuestro caminar por la vida; para que no nos falte nunca un objetivo, una ilusión que nos ayude a continuar y para que, cuando nos fallen las fuerzas, tengamos siempre un hombro que nos sirva de apoyo, una mano a la que agarrarnos, que enjugue nuestras lágrimas y que nos acompañe en el camino.

Ayuda para saber valorar las pequeñas cosas de la vida, porque, al final, son las más valiosas, porque en lo pequeño está lo inmenso, y la mayoría de las veces, con el ajetreo y la rutina del día a día, ni siquiera reparamos en ello.

Ayuda para que no seamos indiferentes ante las injusticias, para que no seamos duros de corazón ni de alma. Para que la vida no nos haga inmunes ante al sufrimiento de nuestros hermanos. Que no normalicemos el odio, la desgracia, la necesidad, la violencia; que nunca perdamos la sensibilidad frente a lo que sucede a nuestro alrededor.

Ayuda también para que seamos capaces de aliviar el peso de tu cruz y de las de quienes nos rodean, cambiando nuestras actitudes, ayudando a los demás, aunque, en ocasiones, no recibamos la respuesta esperada, aunque a veces no nos sintamos comprendidos. Tampoco te comprendieron a Ti esos mismos que te seguían, esos que esperaban un caudillo, un libertador que viniera a salvarlos y no entendieron que tu Mensaje de Salvación consistiese en un acto de paz y profundo amor.

Ayuda para saber aceptar a quienes piensan o sienten diferente. Ayúdanos a respetar, a ser tolerantes y a tener una mente y un corazón abierto que nos permita ver que en la mayoría de las ocasiones tenemos muchas cosas más en común con quienes nos rodean de lo que pensamos, porque todos somos hijos del mismo Padre.

Ayuda para saber perdonar los desengaños, los errores, las traiciones de quienes tenemos cerca, aunque en ocasiones nos resulte difícil sobreponernos a la decepción de alguien que creíamos amigo. Si Tú todo lo perdonas, ¿quiénes somos nosotros para condenar? Y ayúdanos también a saber pedir perdón a quien, por nuestras equivocaciones, hagamos daño, y no ser presos del orgullo absurdo, la vanidad, la soberbia y la arrogancia.

Y ayuda. Señor, para que seamos capaces de dar testimonio de Ti con nuestras vidas, de transmitir a los demás que Dios es Amor, un Amor infinito, y que quien permanece en amor permanece en Dios, y Dios en él (Jn, 4, 16).

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¿Qué hace que el pueblo entero esté frente a Él? Sólo tendrás que hacer una cosa para saberlo, un gesto tan simple como mirarle. Mirar cómo sus manos se aferran a la Cruz, como queriendo cargar con ella todos nuestros pecados; mirar sus pies descalzos que caminan sin descanso hacia nuestra salvación; pero, sobre todo tendrás que mirarle a los ojos y en esa mirada descubrirás una serenidad difícil de comprender, una calma que invadirá hasta el último vacío de tu alma. Y esa mirada te acompañará siempre.

Jesús, eres nuestro Señor, el Señor de Jaén. Eres nuestro referente, nuestro amor, nuestro consuelo, nuestro más preciado tesoro. Llevas el alma de nuestra ciudad sobre tus hombros. Llevas mi alma contigo.

Gracias, Señor mío, por haberme concedido el inmenso regalo de tener este año dos Madrugadas.

 


[1] Exhortación Evangelii gaudium (122-126),

[2] Homilía de la Santa Misa pronunciada con motivo de la Jornada de las Cofradías y de la Piedad Popular en el Año de la Fe (5 de mayo de 2013).

[3] “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos” (Lucas, 23, 28).

[4] “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Mateo 27, 37; Lucas 23, 34).